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El dilema de Gorbachov

Cae la tarde del 28 de marzo de 1991 en Moscú. Por las amplias avenidas que unen Nove Arbat con la plaza Maiakovski, centenares de miles de personas enarbolan la bandera blanca, azul y roja de la Rusia tradicional y corean incansablemente un grito: "¡Fuera el partido comunista!". Con menor fuerza, pero igual unanimidad, piden la dimisión de Gorbachov y pronuncian el nombre de Yeltsin con acentos de esperanza. También cantan y ríen, con pancartas y banderas, marchando bajo una nieve apenas fría que parece el confeti de la fiesta. Y, sin embargo, la jornada ha sido tensa. La convocatoria de una sesión del Sóviet Supremo de Rusia para discutir una posible moción de censura presentada por los comunistas contra el presidente del Sóviet, Borís Yeltsin, motivó la convocatoria de una manifestación del movimiento Rusia Democrática en apoyo a Yeltsin, convertido en el símbolo de la oposición al mantenimiento del poder comunista en la Unión Soviética. Gorbachov, convencido de la legitimidad que le otorga la victoria en el referéndum del 17 de marzo (pese a sus contradictorios resultados), teme que la calle le arrebate su triunfo y prohíbe la manifestación. La milicia y el Ejército ocupan el centro de Moscú, en un despliegue a la vez primitivo y amenazador, hecho de una mezcla heteróclita de coches-manguera, vehículos blindados y camiones caqui llenos de soldados. La televisión aconseja a los ciudadanos que se queden en sus casas. Añadiendo tensión al día y picante a los comentarios, hacia el final de la mañana se declaró un incendio en la Embajada americana. Aunque rápidamente sofocado, el fuego destruyó el sistema de comunicaciones situado en la azotea del edificio. Pero los moscovitas parecen haber superado el miedo, alcanzando así ese momento psicológico decisivo de toda liberación. La masiva, festiva y pacífica manifestación del 28 de marzo fue una severa derrota política de Gorbachov y un hito en la verdadera batalla política que se libra en estos momentos en la Unión Soviética: el mantenimiento o liquidación del sistema comunista.También es ése el objetivo de los mineros en huelga a finales de marzo y principios de abril, en Siberia, en Ucranla, en el Ártico. Los mineros de Kuzbats, centro neurálgico de la huelga, a 500 kilómetros al sur de Novosibirsk, no han parado la producción. Pero se niegan a entregar el carbón al Estado soviético . Piden autonomía política y autogestíón económica. A la decisión del primer ministro Pávlov de doblarles el sueldo inmediatamente si retornan al trabajo, responden con la petición de que dimita Gorbachov. La subida de precios del 2 de abril (doblando o triplicando los precios de varios productos esenciales, como el pan) es también motivo para manifestaciones y huelgas en numerosos puntos de la Unión. En Minsk, la capital de la generalmente tranquila Bielorrusia, se declara una huelga general y decenas de miles de manifestantes recorren las calles exigiendo la dimisión de Gorbachov y el fin del régimen comunista. A primeros de abril, se estima que había en toda la Unión Soviética unos cinco millones de huelguistas. Se habla de una posible huelga general política...

La movilización popular afecta directarriente a los debates en el So5viet Supremo de la Federación Rusa. Un tercio del Grupo Comunista rompe con el liderazgo del ultra bolchevique Pollaskov (nuevo jefe de fila de los ortodoxos tras la jubilación anticipada de Lígachov) y pasa a apoyar a Yeltsin. El Sóviet Supremo ruso aprueba la concesión de amplios poderes para su presidente, Yeltsin, y convoca la elección por sufragio universal directo a la presidencia de Rusia parael 12 de junio. La sesión, que había empezado como una ofensiva comunista para destituir a Yeltsin, se con vierte en un triunfo resonante para éste y en una nueva y grave derrota de Gorbachov. Más aún, la victoria de la propuesta de Gorbachov en el referéndum no ha cambiado la postura de las repúblicas. De hecho, con excepción de las tres pequeñas repúblicas bálticas y de Georgia, las otras 11 repúblicas no ponen en cuestión la Unión Soviética. Lo que quieren es reconstruir el Estado so viético a partir de los nuevos poderes democráticos que han surgido en las repúblicas. Lo que quieren también ellos es, como me dice Guennadi Burbulis, el cerebro político de Yeltsin, salir del sistema totali tario comunista. En ese punto no puede haber compromiso. La popularidad de Gorbachov está en sus cotas más bajas, en torno a un 9%, mientras que la de Yeltsin se sitúa, en Rusia, en un 60% de aprobación. Unas elecciones libres darían un triunfo aplastante en Rusia a los candidatos democráticos. Pero las nuevas elecciones parlamentarias no están previstas hasta dentro de cuatro años y, mientras tanto, la economía y la sociedad se desintegran. En estos momentos, la perestroika económica está paralizada, pendiente de la solución del bloqueo político. Y mientras, la economía soviética está en caída libre: el producto interior bruto ha caído en un 10% en el último ano y se teme que caiga en otro 30% en los próximos seis meses; la inversión en los sectores clave ha descendido en un 25%; la inflación supera el 19% para el último año y puede convertirse en hiperinflación en los próximos meses. El sistema económico se desarticula por momentos. En el Banco Central de la URSS (el Gosbank) sus dirigentes me dicen que el Banco de la Federación Rusa ya no ejecuta sus instrucciones monetarias y crediticias. Las empresas de las repúblicas han cortado sus vínculos con las de los ministerios del Gobierno de la Unión. El bloqueo político se traduce en desintegración económica y amenaza con degenerar en caos social.

¿Qué ha ocurrido? ¿De qué trasfondos surgen los oscuros vientos que desencajan hoy las. miradas de esperanza de apenas ayer? El momento clave, el cambio de tendencia se sitúa en el rechazo por el Sóviet Supremo de la URSS, en noviembre pasado, del llamado Plan de los 500 Días para la transición rápida a la economía de mercado. El plan, elaborado por un equipo mixto de asesores de Gorbachov y de Yeltsin, bajo la dirección de Shatalin, el asesor económico y colaborador íntimo de Gorbachov, significaba, sobre todo, el desmantelamiento del aparato de la planificación central y la reconversión de buena parte del complejo militar industrial hacia la producción de bienes de consumo. Fueron los cuadros políticos y administrativos situados en esos centros de poder económico y técnico, más que los militares o el KGB, los que movilizaron a lo que queda del partido comunista para bloquear la realización de un plan que suponía su marginación política y el fin de su posibilidad de controlar los recursos que alimentan la economía paralela, con pingües beneficios personales. Cuando Liakianov, presidente del Sóviet Supremo de la URSS, que él mismo controla con mano de

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hierro, lanzó toda su influencia en la batalla contra el plan, Gorbachov decidió seguir el criterio de la jerarquía comunista y retiró su apoyo a la transición rápida a la economía de mercado y, en particular, a la propuesta de restablecer la propiedad privada de la tierra. La derrota del plan supuso también la dimisión, más o menos voluntaria, de los miembros más progresistas del Consejo presidencial y la asunción del poder por parte de un nuevo Gobierno liderado por un tecnócrata, el ministro de Finanzas, Pávlov, y fuertemente controlado por el sector pragmático y conservador del Comité Central comunista. El nombramiento como vicepresidente de la Unión de un casi desconocido ex dirigente de la burocracia del Komsomol, funcionario del partido, hizo temer una orientación neobrezneviana del nuevo equipo de Gobierno. Rota la confianza con los sectores democráticos, éstos pasaron a la oposición abierta a Gorbachov, al apoyo a Yeltsin como único líder popular alternativo a los comunistas y a la utilización de la autonomía de las repúblicas como forma más eficaz de bloquear el monopolio actual del poder en el Estado soviético.

¿Por qué Gorbachov, que lanzó la glásnost y la perestroika, decidió frenar las reformas en un momento políticamente decisivo? Mucho se ha hablado de presiones de sectores del Ejército, del KGB, del partido comunista, en ese sentido. Parece cierto que dichas presiones existieron, pero nunca tomaron la forma de un ultimátum, ni llegó a existir peligro de un golpe militar o de guerra civil. La posibilidad de dictadura a la que se refirió Shevardnadze era la del propio Gobierno de Gorbachov.

Un testigo de excepción de esos momentos, el consejero presidencial Shatalin, me asegura que Gorbachov tenía margen de libertad, que podía haber profundizado la perestroika apoyándose en los sectores democráticos y en una parte mayoritaria del Ejército que resiente profundamente el control político de los comunistas. De hecho, la respuesta a la pregunta sobre la actitud de Gorbachov parece ser mucho más sencilla, y en ella coinciden todos mis interlocutores, desde los dirigentes de Rusia Democrática a los miembros del Comité Central del PCUS, pasando por altos cargos de los Gobiernos de Rizhkov y de Pávlov: Gorbachov es el secretario general del PCUS y sigue siendo fiel a la opción estratégica del socialismo de Estado, aun en una versión democratizada y atemperada por elementos de economía de mercado en el marco de una economía fundamentalmente pública.

El temor sincero de Gorbachov a una desintegración de la Unión Soviética es, al mismo tiempo, temor a una descomposición del Estado en el que está basado lo que queda de poder de un partido comunista que en caso de elecciones (según me decía el sociólogo Yadov, redactor del nuevo programa del PCUS) no obtendría más del 20% de los votos. De hecho, Gorbachov nunca ocultó su deseo de renovar el sistema comunista sin echar por la borda sus valores fundamentales. Y es en esa tensión constante entre mantenerse fiel a toda una vida de dirigente comunista y el tratar de compatibilizar el comunismo con la democracia, el mercado y la desmilitarización, en donde se está jugando el drama íntimo de Gorbachov. Y con él, la tragedia histórica de la Unión Soviética. Y es que no hay, no puede haber vuelta atrás. Se niega a ello la inmensa mayoría de un pueblo que ha vivido el horror y la humillación durante décadas y que ahora se niega a aceptar un comunismo con rostro humano que mantenga en el poder a los herederos de un sistema que, según los estudios demográficos y documentales aportados por el movimiento Memorial, habría exterminado entre 50 y 60 millones de personas (de ellos, 20 millones en campos de concentración), sin contar con las pérdidas humanas de la II Guerra Mundial.

El dilema de Gorbachov reside en la necesidad de traicionar su propia historia política personal para poder liderar el principio de la nueva historia de su país y, con ello, del mundo. Porque fue plenamente un hombre del sistema comunista, Gorbachov pudo iniciar la perestroika y así cambiar la historia, desencadenando el fin del comunismo y concluyenclo la guerra fría. Pero esa misma autenticidad comunista le hace difícil abandonar el barco siniestro del que fue capitán lúcido, viéndose ahora arrastrado por la corriente del torbellino soviético hacia la sima en donde se precipitan las pasiones, los odios y los fantasmas de la más trágica experiencia que haya marcado el siglo XX.

Manuel Castells es catedrático de Sociología de la UAM, ha sido profesor visitante en la Escuela Superior del Comité Central del Komsmol (Moscú) en marzo-abril de 1991.

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