Kuwait, espejismo de la normalidad
Los ciudadanos del emirato tratan, sin éxito, de recuperar la vida en una capital desierta
ENVIADO ESPECIAL, La capital de Kuwait sigue siendo una ciudad fantasma. Los escaso kuwaitíes que han vuelto al emirato se quieren hacer a la idea de que la vida se va normalizando. Pero no es más de un espejismo. La puesta en funcionamiento de los servicios de luz, agua y teléfono facilitan un poco la existencia, pero el país está completamente parado. Y, lo que es peor, las autoridades hacen muy poco por recuperar la actividad. Esperan a que los americanos lo hagan.
"Los kuwaitíes son de carácter pausado y no se inmutan demasiado. Lo único que se ha conseguido hasta el momento es que lo anormal se haya normalizado". Así explica el embajador de España, Juan José Arbolí, la situación de un país que ha recuperado su soberanía hace mes y medio y tiene que hacer frente a un proceso de reconstrucción de caballo. Pero la explicación de Arbolí esconde una realidad mucho más dura. Los kuwaltíes no mueven un dedo para normalizar la situación. Fiel a su estilo, han optado por comprar a quien lo haga por ellos. Además, la mayoría de la población ni siquiera ha vuelto a sus casas y espera cómodamente en el extranjero a que los americanos reconstruyan sus ciudades, sus autopistas y sus fábricas, y a que apaguen los 500 pozos, de petróleo aún ardiendo.Las imágenes de la ciudad de Kuwalt hablan por sí solas. Las calles están desiertas y el silencio sólo se rompe con el vuelo de los helicópteros norteamericanos o los cochesque los kuwal.tíes conducen a gran velocidad en sus paseos de reconocimiento. La mayoría de los hoteles y muchas viviendas están quemadas. Las tiendas, cerradas. Las playas se encuentran todavía llenas de alambre de espino, lo mismo que muchos de los puntos neurálgicos de la capital, en donde se pueden encontrar tanques iraquíes y coches arrasados.
Militares y periodistas
Solamente hay una cierta vida en los escasos hoteles que permanecen abiertos. Allí, los militares se mezclan con docenas de periodistas y algunos hombres de negocios occidentales que intentan, con poco éxito, cerrar contratos para la reconstrucción del país. En ese panorama desolador, y como obedeciendo a una consigna oficial, el jueves pasado parecía que la cludad iba a revivir. En el hotel Internacional aparecieron carteles anunciando la apertura del barrio comercial de Al Salmlya, al sur de la capital, mientras en las gasolineras se servía gasolina súper (hasta entonces no había más que premium) e incluso se cobraba.Esa noche todos los habitantes se lanzaron en manada a las tiendas que pudieron abrir. Miles de familias kuwaltíes, soldados norteamericanos y británicos, y trabajadores filipinos y paquistaníes, acudieron en coche a Al Salmlya, formándose un gran atasco. El viento soplaba del Norte y el humo de los pozos incendiados había desaparecido. Todos estaban eufóricos. Los niños iban cargados de juguetes y dulces recién importados, y los soldados degustaban helados y miraban a las chicas que compraban perfumes franceses.
Pero el alborozo duró pocas horas. No fue más que un espejismo. Al día siguiente, la ciudad volvía a estar medio desierta. Ovejas y vacas desconcertadas pastaban en los barrios residenciales, esperando que sus nuevos propietarios las sacrificaran para la cena. En la playa, soldados franceses buscaban minas, mientras algunos kuwaltíes limpiaban sus lujosos automóviles en un aparcamento cercano. Nada había cambiado. Ni cambiará en mucho tiempo. Solamente 500.000 de los dos millones de habitantes han vuelto. Todavía no hay Gobierno y todos echan de menos a los 450.000 palestinos que hacían funcionar el país.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.