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Tribuna:EL ASFALTO
Tribuna
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Atocha se rinde a la evidencia

Juan Cruz

Si el Museo del Prado fuera francés ya tendría director. Y si fuera inglés constituiría un suceso similar al que produce en la economía de los alrededores de Buckingham Palace la monarquía británica. Pero es español y está en Madrid.El Prado es un eje de la mirada histórica de este país, y mientras que el Louvre es un museo de Francia y la National Gallery británica es un museo inglés, el Prado, no se sabe muy bien por qué, es un museo de Madrid y representa a esta ciudad con la misma contundencia con que ésta se representa a sí misma.

Pero, en fin, ahí lo tienen: como si fuera un museo de provincias pendiente de una subvención del Ayuntamiento o de un aval de la autonomía o de la generosidad de un financiero, un museo sin cabeza y sin manos, espectador pasivo de lo que pasa en los alrededores, incapaz de generar la actividad que podría exigirse de una pinacoteca de su categoría y sin aprovecharse aún del eje que ha propiciado.

Ese eje ha sido un lugar común en las declaraciones ministeriales de los últimos tiempos: se ha hablado mucho de la oferta oficial de museos que alberga ese kilómetro cuadrado que empieza en el palacio de los Thyssen, sigue en el propio Prado y culmina en el Reina Sofía. Como los Thyssen continúan acondicionando, el Prado permanece quieto, como una duda, y el Reina Sofía vive el desconcierto del desamparo económico, pues el eje parece que está en punto muerto.

Acaso lo más vivo del eje es el nombre del barrio. Atocha, un nombre que Madrid le tomó prestado a San Sebastián y que ahora vive aquí como si fuera de siempre, no ha perdido la vitalidad que le da la estación, y, a pesar de que las ilusiones que había creado la remodelación de este centro urbano se han ido difuminando, ése sigue siendo un punto neurálgico de la entrada y la salida de viajeros.

Gambas en el suelo

Pero a Atocha le falta aún mucho para ser la Rive Gauche o este lado del Támesis. Ni el Prado ni el Reina Sofía han sido capaces aún de cambiar su fisonomía y de vertebrar una imagen distinta de la zona. De todos modos, parece que el barrio empieza a rendirse a la evidencia y da la sensación remota de que podría tomar el aire que parece demandar su propia oferta de arte. A quitarle ese aire tan esqueléticamente madrileño de las gambas en el suelo y del ruido que produce la fritura de los calamares empieza a contribuir la empresa artística privada.

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Como si llegaran al olor que produce el futuro, ahí, en esa zona que quisieron llamar Eje del Arte, se han instalado ya tres galerías. Una tiene raíz norteamericana y española -Weber, Alexander y Cobo-, otra es madrileña por todas partes -Gamarra y Garrigues- y la tercera es de procedencia sevillana: La Máquina Española. Estos días, además, los albañiles dan los últimos toques a otra galería que va a dedicarse a la difusión de la obra gráfica. Además, funciona con sus pulmones bien puestos una de las joyas de la corona del eje, que es la Filmoteca, instalada en el cine Doré.

El barrio no cambia en lo que son sus dimensiones esenciales, ni va a cambiar demasiado nunca, aunque en su seno pongan el mismo Centro Pompidou. Abigarrado y encerrado en sí mismo, la zona que rodea a la estación de Atocha es como una metáfora de ese Madrid que se sobrevive y resiste cualquier embate de la modernidad. Lo que las nuevas galerías de arte y los centros culturales con los que han rodeado ese viejo núcleo urbano plantean ahora es un reto que puede dar de sí una dimensión nueva del Madrid de siempre: la coexistencia pacífica entre Pollockm y las gambas al ajillo, la convivencia entre el grito de los cobradores de las bombonas de gas y las fotografías de Robert Mapplethorpe. El difícil matrimonio entre el casticismo y lo contemporáneo. A lo mejor sale bien.

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