Segundos escalones
EN CADA crisis de Gobierno, el cambio en la titularidad ministerial trae aparejada la sustitución, más o menos inmediata, de los correspondientes secretarios de Estado, subsecretarios y directores generales (y asimilados), además, con frecuencia, de directores de organismos autónomos y empresas públicas. A estos cargos de la confianza política del ministro, a propuesta del cual el Gobierno nombra por decreto, se les denomina impropiamente segundos escalones, ya que, con independencia de su situación en el organigrama, constituyen el equipo dirigente del ministerio incluso en un sistema como el español, tan exclusivamente jerarquizado en la cúpula. Así sean sus facultades decisorias limitadas y siempre por delegación del ministro, a nadie se le oculta el decisivo papel de estos altos cargos en el funcionamiento diario de la maquinaria administrativa.Políticamente es inobjetable, cuando el Gobierno está apoyado por un partido con mayoría absoluta en las cámaras, que el nuevo ministro ratifique su confianza a los altos cargos de su antecesor. Razones de eficacia pueden avalar la continuidad. Esas mismas razones pueden justificar el cambio. Siendo el ministro el único responsable de la actuación, no debe coartársele la elección de sus más próximos colaboradores.
En una organización más flexible que la de nuestra Administración, el tiempo necesario para tomar tierra no supondría pausas en la gestión. El modelo de Administración que, hasta en el supuesto de un Gobierno surgido de una nueva mayoría parlamentaría, sería inmune a las demoras no es un modelo utópico; en otros países existe. La vida cotidiana de los contribuyentes exige que, con motivo de cambios de personas en los cargos, no se provoque una gobernabilidad bajo mínimos. La tendencia de toda Administración a la rutina no garantiza el normal funcionamiento de los servicios públicos en sociedades de libre mercado, donde la competitividad también ha de afectar a los servidores del bien común, ancestralmente cobijados en la inamovilidad del empleo y simultáneamente desmotivados por la escasa incentivación de la carrera administrativa.
Mientras llega el día en que la reforma de la Administración resulte tan imperiosa que haga inviable la política de parcheos, la Administración española depende de reformas parciales, impuestas por coyunturas que en algún caso han rebasado ya a la norma en el momento de su promulgación, o contradictorias con la democracia, o sencillamente inoperantes en una estructura incapaz de asumirlas más allá de la letra del Boletín Oficial.
En tal estado de cosas, y recordando la parálisis administrativa de los últimos meses, parece razonable esperar que se acepte la conveniencia, largamente debatida en la Administración, de elevar el techo de la carrera al nivel de director general. La despolitización de este cargo corre pareja con su creciente actividad gestora. Dentro de las proporciones de algunos ministerios, es presumible que la mayoría de sus directores generales cada día despachen menos con el ministro y preparen asuntos que, gracias a una más racional división del trabajo, ascenderían con mayor ligereza por los terceros y segundos escalones. Esta medida, con las lógicas excepciones de los directores de gabinete, sin restar control ni facultad de decisión a los niveles superiores, coadyuvaría a asegurar la continuidad en el servicio público durante los consabidos aterrizajes en el aeropuerto de la política ministerial, mientras la realidad, a ras de tierra, nunca espera.
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