Esparrragos
En estos días de Pascua florida cualquier intelectual que se precie debe ir a un barranco a buscar espárragos. Con ellos y unos huevos de pava se puede hacer una tortilla para celebrar la Resurrección. Una de las labores más profundas de la inteligencia consiste en comer de todo según el tiempo: los caracoles que salen después de las tormentas de septiembre, las setas recién abiertas sobre el humus del bosque en otoño, los nabos de Adviento, las primeras habas de Cuaresma. ¿Existe alguna misión más alta que ésa? Creo que la sabiduría tiene que comenzar otra vez por abajo, ya que en el sustrato más íntimo del alma esperan todavía aquellos ajos tiernos que perfumaron el cerebro de Sócrates. No existe mayor clarividencia que la propia transparencia del aire si uno transforma el aire del valle en un espejo interior. Acogerse como a una tabla de salvación a la luz que el día deja en el alféizar, esperar que el mar siga ardiendo con llamas azules en la memoria, vivir siempre excitado por las frutas y verduras de la temporada, ésta es la forma de librarse del naufragio. Antes los intelectuales eran príncipes en las licorerías. A los profesores de estética se les veía salir del departamento de alcoholes abrazando una bolsa repleta de botellas, y no había diseño más elegante que ése, el de un melenudo cuando llevaba esa carga de whisky a casa a la hora del crepúsculo por el asfalto para unirla a la verdad. En cambio, donde hoy mejor lucen los f'ilósofos es en el mercado de abastos; allí recorren los puestos y se ponen muy bellos examinando la calidad de las zanahorias con gafas de cuatro dioptrías. Entre los limoneros contemplo ahora desde la terraza parte de un barranco lleno de margaritas que da al Mediterráneo, por cuyo declive van buscando algo muy profundo dos seres barbudos que son catedráticos de Matemáticas y Metafísica. Creo que están en el camino verdadero. Este viento de Pascua trae sus voces: son gritos de victoria que se producen en medio de la perfección del aire cuando descubren un espárrago.
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