El pacifismo, ¿sin ética y sin política?
Los que defendieron la participación española en el conflicto del Golfo -pues de participación se trataba y no de simple apoyo, habida cuenta del papel de las bases- volvieron a repetir, frente a los que sostenían una posición contraria, el mismo argumento que ya se utilizó en el momento del referéndum de la OTAN, la necesidad de que España rompa con un aislamiento y marginación pluriseculares. Sin entrar aquí en este tema, baste apuntar que éstos no se debieron a la simple voluntad de permanecer alejados, sino a razones de carácter objetivo que sería largo detallar. Ahora interesa destacar que en la pluma de algunos se producen una serie de arbitrarias asimilaciones como son la de igualar ausencia de política exterior, neutralidad y pacifismo. Pero, a no ser que reduzcamos la política exterior a la guerra, no se ve de dónde se puede deducir que una política de neutralidad conlleve ausencia de política exterior. La cosa es todavía más patente en el caso del pacifismo, pues éste no se limita a rechazar la implicación en un conflicto, sino que se moviliza a favor de la supresión del recurso a las armas, lo que supone actividad y no mera pasividad, y no se encierra en las fronteras de un Estado, pues trata de enlazar con todos aquellos que persiguen el mismo objetivo. Es más: habida cuenta del hecho, ampliamente reconocido, de que la mayor parte de los países de la Comunidad Europea se han alineado incondicionalmente con Estados Unidos en la guerra del Golfo, habría que devolver el reproche de falta de una política exterior propia a aquellos -y, entre ellos, al Gobierno español- que, con el entusiasmo del neófito, se apresuraron a dejar en sordina cualquier iniciativa que pudiese suscitar la reticencia de Estados Unidos.Todo lo anterior no es nuevo. Lo nuevo es que se avance un paso más y se tache (por Juan Pablo Fusi en Los motivos de la irakofilia, EL PAÍS del 23 de febrero de 1991) al movimiento pacifista de carecer de sentimiento de justicia por no apoyar la intervención militar en el golfo Pérsico sobre la base de asimilar el no apoyo a ésta con la ausencia de condena de la invasión de Kuwait, cosa a todas luces incierta, pues, salvo alguna excepción, se ha dejado bien claro que lo que se rechazaba era la solución militar y, más allá de ésta, la enorme desproporción de sanción, que se saldó con un enorme coste de vidas humanas y destrucciones. Como dice el autor, el hecho es grave, pero exactamente en el sentido contrario de lo que él afirma, ya que la descalificación del pacifismo muestra la instalación en una lógica de la guerra a la que han acabado por acomodarse tantos intelectuales. Además: ¿qué conclusiones deducir respecto a la conducta a seguir ante un movimiento al que se califica de inmoral? No estamos lejos de las advertencias que, desde las esferas del poder, se lanzaron contra las manifestaciones pacifistas.
La cosa no acaba aquí, pues al movimiento de oposición a la guerra se le califica de antiamericano y propalestino, y en estas actitudes se ve un déficit democrático y ético: así, como suena. El movimiento de oposición a la guerra no es antiamericano genéricamente, ya que reconoce la contribución de sectores de Estados Unidos a esta causa: lo que se condena es la política exterior del Gobierno norteamericano. Es significativo que en la imagen altamente positiva que se nos ofrece de ese país no se mencione la política exterior,' cuyo balance democrático no es que sea muy brillante, pues se podría confeccionar un extenso catálogo de acciones en apoyo de Gobiernos antidemocráticos y de golpes de Estado contra Gobiernos salidos de las urnas. De paso en paso, hasta se concluye que el antiamericanismo tiene que ver con la aspiración de los españoles a vivir del presupuesto (!) a su divorcio de los valores de la democracia liberal.
Si el antiamericanismo revela déficit democrático, el propalestinismo expresa insensiblidad ante la suerte del pueblo judío. Lo que no se dice es que el antisemitismo y el holocausto no son precisamente productos del mundo árabe islámico, sino de la tan cacareada civilización occidental. Si el sionismo se fraguó reforzó en Europa, eso tiene que ver con el antisemitismo que desde la Edad Media está presente en la Europa cristiana y que culminó en el holocausto. Hace unos días declaraba en estas mismas páginas Samuel Toledano que, "cuando salimos de España, los sefardíes nos instalamos fundamentalmente en países árabes y en el imperio otomano, y nunca tuvimos problemas de convivencia". La raíz de los problemas de Oriente Próximo no es exclusivamente la negativa de los árabes a aceptar la partición de Palestina y la existencia de Israel. El problema es más complejo, y remite al proceso que arranca de la desmembración del imperio turco, a la instalación de las potencias occidentales en la zona y a la política sistemática de favorecer la fragmentación del mundo árabe.
Al contrario de la conclusión del artículo en cuestión, quizá una de las razones para el optimismo en este país resida en el vigor del sentimiento pacifista entre su juventud, en una era en la que se han agrandado los desastres de la guerra.
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