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La paz y la razón

Juan Luis Cebrián

"Yo no soy un pacifista, sino partidario de una política de neutralidad". La frase, expresada con rotundidad, habría pasado casi inadvertida si no fuera por quien la pronunciaba. Olof Palme, primer ministro sueco e inequívoco luchador por la paz, dejó casi boquiabiertos a un buen puñado de intelectuales reunidos en torno a él con motivo de su visita oficial a Madrid, en septiembre de 1984. No se había celebrado aún el referéndum sobre la OTAN, y las discusiones sobre el alineamiento de España en la geoestrategia de los bloques eran tema candente de la época. Pero el debate político estaba entonces -como ahora- entreverado de sentimentalismo y emociones (fácilmente confundibles con las convicciones morales), cuando no del simple oportunismo de no pocos buscadores de aplausos. Y estas declaraciones de Palme cayeron como un jarro de agua fría ante el auditorio. Quizá porque muchos descubrieron que un hombre de paz es, sobre todo, un hombre que piensa.Confieso mi decepción, en las úlltimas semanas, ante el poco edificante espectáculo proporcionado por una no pequeña parte de la sedicente inteligencia española con motivo del conflicto del Golfo y la intervención militar aliada. Veo gente que se manifiesta, que protesta, que grita, que discute, o también gente que calla, como el Gobierno hasta hace bien poco. Muy poca reflexión, en cambio, muy poca información, muy poco esfuerzo. Acudo a Bertrand Russell, que sigue siendo el símbolo, o la imagen, del activismo pacifista, y leo una y otra vez sus meditaciones en plena II Guerra Mundial, abrumado por el expansionismo germánico, deseoso de que la guerra acabe, desde luego, pero también de que signifique el fin de Hitler y de la amenaza estalinista. Después, escribe una frase de una lucidez insoportable: "Mi primer deber moral ha sido siempre seguir los dictados de la inteligencia, dondequiera que éstos me conduzcan". Y deduzco entonces que la única forma posible de moralidad es aquella que se somete al compromiso de la razón.

En estas mismas páginas se han publicado artículos que expresan, mucho mejor que pueda hacerlo yo, mi criterio sobre los sucesos de Oriente Próximo. Paolo Flores d'Arcais, Alain Touraine, Hans Magnus Enzensberger, Fernando Savater y Jordi Solé Tura, entre otros, han explicado, con cordura y coraje, cosas que no se avienen con el fundamentalismo pacifista (tomo la expresión de Flores d'Arcais) que amenaza con destruir toda reflexión entre nosotros. Creo que dificílmente puede ser definido ninguno de ellos como halcones, y me parece una ofensa suponer que su ánimo de paz sea más pequeño o débil que el de ningún otro. No estoy seguro de que tengan toda la razón -ni ellos mismos han de estarlo-, pero, frente al horror de las bombas, y en medio del griterío de los ayatolás, han levantado la bandera de la inteligencia como primer baluarte moral a defender. Por si fuera poco, lo hacen desde su condición de hombres de izquierda, cualquiera que sea a estas alturas el significado de la palabra, y con una larga tradición a sus espaldas de amor al conocimiento y defensa de las libertades.

El conflicto del Golfo ahonda sus raíces en cuestiones políticas, económicas y culturales previas: el derecho a la seguridad del Estado de Israel, el derecho de los palestinos a su propio Estado, el control de importantes fuentes de energía, y el conflicto entre la cultura occidental y el islam, entre el laicismo democrático y el teocratismo autoritario (y esto, pese a que varios Gobiernos árabes, dictatoriales e islámicos, estén en la coalición anti-Sadam). Pero posee también motivaciones coyunturales nada despreciables: el expanisionismo de Husein, su búsqueda de la guerra como huida hacia adelante de los gravísimos problemas internos de su país, su deseo de convertir a Irak en la potencia hegemónica del área, y la oportunidad para Estados Unidos de retomar un liderazgo frente a Europa, en momentos en los que ésta trataba de organizarse.

Para entender el empecinamiento del dictador iraquí en no retirarse, es preciso insistir en que hay importantes motivos económicos detrás de su decisión de anexionarse Kuwait. Su persistencia en una guerra que sabe que no puede ganar se debe a la creencia de que, si se establece un alto el fuego con negociaciones de paz, podrá obtener mayores concesiones que mediante una retirada incondicional, como le han exigido desde el principio las Naciones Unidas. De ahí, su deseo de generalizar la guerra, de convertirla en un conflicto antiárabe, de presentarse como una víctima del neocolonialismo occidental. De ahí, también, su necesidad de forzar a Israel para que entre en la contienda, toda vez que los primeros amenazados por Irak han sido precisamente países árabes.

Todas estas cosas parecían evidentes desde el, principio, como evidente ha sido también el empeño de los países de la coalición -Estados Unidos incluido- por obtener suficiente apoyo legal en las resoluciones de la ONU y en sus respectivos parlamentos antes de emprender la intervención armada. Detalles nada anecdóticos si se tiene en cuenta que lo que está en juego es la posibilidad de establecer algo parecide, a un orden internacional, basado en el derecho y en el respete, a la ley. La conculcación previa de dicho orden por quienes hoy han salido en su defensa no invalida esta última acción, injustifica la apelación a la guerra de Sadam Husein. La comunidad internacional ni podía ni puede quedarse impasible ante la eliminación del mapa de un Estado soberano por parte de otro mejor armado que decide apoderarse de él. Y no hay que ser ningún experto en nada para entender que, o se restablecía el orden tan brutalmente conculcado, o las perspectivas de una guerra mayor y más devastadora, a medio plazo, serían inevitables. Por eso, el máximo responsable de los sufrimientos que hoy padece Irak es su propio dictador, que desde hace años no duda en sacrificar las vidas de cientos de miles de sus ciudadanos en aras de unos objetivos producto de su personal megalomanía.

La guerra, lejos de ser la continuación de la política, es la destrucción de la política misma, su fracaso y su abandono. Posee efectos destructivos no sólo por la pérdida de vidas humanas o de bienes materiales. Implica una automática limitación de las libertades, otorga a los militares un peligroso protagonismo en decisiones importantes para los pueblos a los que sirven, y constituye un venero de odios, rencores y venganzas que tarda en secarse una vez que cualquier forma de armisticio es sellada. Pero cuando alguien recurre de forma tan criminal e ilegítima al uso de la violencia como hizo Sadam Husein, la comunidad internacional tiene el derecho, y el deber, de responder a esa agresión. La evangélica presentación de la otra mejilla no resulta necesariamente ni una buena receta para los pueblos ni una solución auténtica para garantizar las vidas y la seguridad de sus ciudadanos. Es imposible aseverar que el uso de las armas sea siempre ilícito o rechazable. La conquista de las democracias frente a otras formas de gobierno que no respetan las libertades consiste, sin embargo, en someter ese uso a normas, reglamentos y cauciones que constituyen papel mojado para gentes como Sadam Husein. Por lo demás, es estúpido insistir en que el recurso a la violencia resulta siempre lamentable.

La cuestión fundamental es saber cuál otra alternativa existía a la intervención militar, autorizada por la ONU, para el desalojo de Kuwait por parte de Irak. Puede discutirse si habría sido o no prudente prolongar el embargo -yo así lo creía- y, desde luego, debe limitarse esa intervención militar a los objetivos señalados. Pero las demandas de paz indiscriminadas, metiendo por igual a todo el mundo en el saco de las responsabilidades, o son ingenuas o son interesadas.

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En medio de este panorama, llama la atención el oportunismo de algunas críticas contra la postura del Gobierno de Felipe González, respaldada nada menos que por el 94% del Parlamento y por la mayoría de la opinión pública, según las encuestas. Es del todo lícito propugnar la neutralidad en un conflicto de esa naturaleza, pero es abusivo suponer que el neutralismo es siempre mejor, moral y políticamente, que la resistencia. Franco fue neutral frente a Hitler, y los suecos permitieron el paso a las tropas alemanas que invadieron la Unión Soviética. Son opciones posibles, no necesariamente mejores, ni más respetables. Suelen estar basadas en el pragmatismo y no en ningún otro criterio de conciencia. En cualquier caso, para adoptar una actitud de ese género, el Gobierno de Madrid tendría que haber roto con la UEO y distanciarse de la Comunidad Europea. En definitiva, retroceder una década en el proceso de integración en el continente y de incorporación a las democracias occidentales. A cambio, obtendríamos la recuperación de un ambiguo espíritu de solidaridad con el Tercer Mundo. Ya hemos practicado esa política y ya sabemos cuáles son sus resultados.

El Gobierno ha preferido alinearse con las potencias decisivas en la intervención, esforzándose en cualquier caso por contribuir a las fórmulas de paz que Francia o Alemania escudriñaban. Es una decisión discutible, pero no es inmoral, no es ilegítima, no es arbitraria y no es inútil. Es, además, la decisión de un Gobierno responsable ante la urnas, que tendrán ocasión, en breve, de emitir su veredicto. La condición fronteriza de nuestro país con el mundo árabe, la seguridad de Ceuta, Melilla y las canarias y el mantenimiento de una política de solidaridad con occidente obligaban además al gobiemo a hacer toda clase de quilibrios. De modo que se ha mantenido nuestro apoyo a la coalición sin poner en riesgo las vidas de los soldados españoles. Se ha contribuido al despliegue militar de los aliados, pero no enviamos tropas ni aviones -como hacen el Reino Unido, Francia e Italia-, ni pagamos las onerosas facturas de Alemaila o Japón (países en los que la Constitución y la memoria histórica impiden cualquier forma de rearme). Cuando menos hay que reconocer lo imaginativo de esta política. Y el hecho de que se haya visto acompañada de una torpe explicación a la opinión pública y de un exceso de misterio es del todo condenable, pero no invalida elcontenido de la política misma. Este se ha visto después revalorizado por las demandas de González de no bombardear ciudades iraquíes, tras las espantosas noticias sobre la matanza en un refugio de Bagdad.

Estoy de acuerdo con quienes critican al Gobierno su inicial falta de liderazgo -quizá por ausencia de convicción- a la hora de defender estas posturas. Pero, en momentos de crisis, no sólo los gobernantes, también los intelectuales, las instituciones sociales, tienen obligación de ejercer ese liderazgo. El silencio y la demagogia son las tentaciones más frecuentes. También cierta ambigüedad, por parte de partidos de la oposición o de columnistas de fortuna. Sin embargo, soy de los que piensan que González, en esta ocasión, ha llevado a cabo la política menos mala entre las posibles y que está gestionando la crisis con una prudencia encomiable. En el conflicto del Golfo se han puesto en juego cuestiones que afectan de forma directa al interés de los españoles. Comprendo las expresiones de los jóvenes objetores e insumisos en el sentido de que "esta guerra no es la nuestra", pero, desgraciadamente para ellos y para todo el mundo, lo es. Como ha de serlo la posguerra, en la que es preciso buscar un protagonismo activo y coherente con nuestro alineamiento en la contienda. De modo y manera que yo quiero ver a nuestros hombres de paz discutir y reflexionar sobre estas cosas. Porque sólo desde el ejercicio de la razón puede hacerse frente a la brutalidad militarista desatada por Sadam y apagar el fuego del fanatismo, decidido a encender, por cualquier medio, la guerra santa.

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