Un bienio fundamental
En esta primer artículo, el autor recuerda el proceso que llevó a la aprobación de la Declaración de Derechos del Niño por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1990, que parecía abrir un nuevo período para la protección de los más indefensos, y se lamenta por los efectos destructivos de la guerra.
1. De la esperanza (1989) a la incertidumbre y el riesgo (1991). Ninguno de los participantes en esa gran aventura humana que es Unicef podemos olvidar las luminosas perspectivas que vislumbrábamos a lo largo de los 18 meses que transcurrieron, más o menos, desde junio de 1989 hasta diciembre de 1990. No se trata de describir ahora los detalles de ese periodo, tan estimulante para nuestras ilusiones y nuestros proyectos, sino de evocar que durante él los comités nacionales de Unicef palparon ya la proximidad de la culminación del largo y difícil proceso animosamente emprendido, de transformar la hermosa y siempre lozana Declaración de los Derechos del Niño de 1959 -decálogo de valores y principios morales esenciales, como recomendación de alcance universal- en una convención de análogo contenido en lo fundamental, pero enriquecido con importantes, desarrollos, y sobre todo con el valor jurídico de ser un tratado internacional, imperativo, de ius cogens, vinculante para todos los Estados que lo firmaron y ratificaron. Y pocos meses después, antes de concluir el año, el 20 de noviembre, nacía y era aprobado en jubiloso consenso, por la Asamblea General de la ONU, el texto de la nueva convención internacional de los derechos de la infancia, consumándose así un auténtico salto de calidad desde el punto de vista jurídico-normatívo y de la voluntad política de la comunidad mundial.La crisis latente
Durante los meses siguientes se fue consolidando ese proceso, a veces con más lentitud de lo deseado (por circunstancias inherentes a los trámites preceptuados en los ordenamientos jurídicos internos de los diversos Estados), pero, felizmente, el 2 de septiembre del pasado año 1990 se lograba la vigésima ratificación necesaria para que esa Magna Carta entrase en pleno vigor.
Es cierto que en agosto de ese año emergió la denominada crisis del golfo Pérsico -latente desde tiempos atrás-, y ello ensombreció,el horizonte, pero no logró entonces quebrar en Unicef, y en todo el sistema de la ONU, la gran esperanza de que iba a poder dedicarse a los problemas de la infancia el rico dividendo de la paz (al haber concluido la guerra fría y el enfrentamiento prebélico de los bloques ideológicos y militares del Este y el Oeste del mundo). Precisamente, para lograrlo se consiguió que tuviera lugar en Nueva York, el día 30 del mismo mes de septiembre, la anhelada Cumbre Mundial para la Infancia, convocada por la Secretaría General de la ONU y tenazmente impulsada por Unicef.
En medio de crecientes dificultades para todos los Gobiernos (por el endurecimiento de la situación en Oriente Proximo, con todas sus consecuencias, incluidas las de carácter económico), la realidad es que aquella impresionante concentración de 70 jefes de Estado y de Gobierno, con sus respectivos asesores, más los delegados de los comités. nacionales de Unicef y los representantes de las diversas organizaciones no gubernamentales (ONG) ligadas a la promoción y a la protección de los derechos de la infancia y la juventud, fue como un renovado resplandor de esperanza.
Nadie de cuantos tuvimos la suerte de vivir aquellas largas -¡y tan breves!- horas en el magno paraninfo de la ONU, y, sobre todo, de contemplar allí la presencia activa de decenas de niñas y niños, y jóvenes adolescentes, y oír sus voces y emocionarnos con sus cantos, podremos dejar morir la esperanza de que se había abierto una nueva era para la solidaridad efectiva de todos los pueblos en beneficio de los millones de tiernos seres humanos, los más débiles e indefensos, que sufren indeciblemente en tantos países del mundo.
Cruelmente, pocos meses después, -porque1a historia tiene esos tremendos contrastes- el conflicto del Golfo (no superado, pese a todos los esfuerzos, por la negociación) degeneraba en choques bélicos, de estremecedora magnitud, y ponía (¡Ojalá por no largo tiempo!) obstáculos muy graves para el efectivo cumplimiento de la convención y de los acuerdos (declaración y plan de acción) de la cumbre mundial. ¡Pero ni la guerra puede quebrar nuestra esperanza, ni mermar -antes al contrario- el esencial empeno de Unicef!
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