La ciencia lúgubre
Thomas Carlyle escribió que la economía es una ciencia lúgubre. Pensaba, naturalmente, en el hambre generalizada y la mortal inanición descritas a final del siglo pasado por el fatalista Thomas Malthus en su famoso Ensayo sobre la población. No es necesario extenderse sobre la actualidad de los malthusianos, que de una forma más acorde con los tiempos tuvieron su continuación a principios de los setenta con el polémico informe del Club de Roma. En cambio, es más útil el calificativo de lúgubre para una ciencia cuyos principios se cumplen para algunos a base siempre del sacrificio de otros. En el caso que nos ocupa, los unos fueron ayer los eufóricos salones de contratación de valores -desde Wall Street hasta Madrid, Milán, Turín o Barcelona-, y los otros, los mercados de divisas, dada la pendiente ya muy definida del dólar.El sardónico Georges Goodman, conocido economista y editor financiero, graciosamente agazapado en algunos de sus textos tras el seudónimo Adam Smith, es, de hecho, quien mejor ha explicado la sensación de mercado errático. Esta sensación suele iniciarse con una fase de firmeza psicológica como la actual, en la que los mercados huyen del funesto presente por la mística del optimismo.
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