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Que suspendan la guerra

El autor de este artículo defiende la celebración del Carnaval en Madrid. En su opinión, el Carnaval es una fiesta de alegría, paz, tolerancia y hermanamiento que florece con la libertad y es prohibida en tiempos de dictadura. El articulista critica la actitud de la derecha municipal, que intentó primero que no se celebrasen y buscó, después, un consenso, en su opinión vergonzante.

Que suspendan la guerra. Y no el Carnaval. Porque bajo su apariencia estrepitosa, concierto desafinado de destrozonas y máscaras, el Carnaval es fiesta de paz, de alegría, de hermanamiento y sana evasión. Prueba de ello es que el Carnaval florece con la libertad, en las postrimerías del invierno, para aliviar las penas y el sacrificio cuaresmal. Festival de hombres y mujeres libres, ajeno a todo lo que signifique intolerancia, guerra o destrucción.Amigos del disfraz, la máscara, el disimulo y de dar permanentemente gato por liebre, a los dictadores de toda laya nunca les gustó el Carnaval.

Puestos a elegir entre Don Carnal y Doña Cuaresma, los dictadores se alinean rotundamente con esta última. Es más, llevados de su afán cuaresmal, con procesiones de disciplinantes incluidas, cooperan en tan loable empeño aportando cilicios y disciplinas y aplicándolos con generoso frenesí sobre las espaldas y el resto del organismo de sus oponentes.Los carnavales de España han conocido momentos diversos. A principios de siglo, la burguesía bienpensante los denostaba en público y los festejaba en privado, por aquello de la doble moral.

Al grito de "¡mascarita, mascarita!" se elegía el momento más propicio para el escarceo. Más de un prohombre descubrió, ya metido en harina, que el objeto de sus afanes era la primera doncella, o incluso la cocinera. Bromas aparte, lo cierto es que tras épocas de tolerancia llegaron otras de prohibición.

Explosión de libertad, grito de guerra periódico contra la intolerancia, los carnavales volvieron de la mano de la democracia. Desde entonces se han desarrollado en amor y compaña sin grandes problemas, salvo alguna copa de más. Cádiz, Tenerife, Madrid y el resto de las ciudades y pueblos españoles celebran de forma pacífica sus carnavales respectivos.

Este año, la derecha municipal intentó de forma subrepticia y vergonzante suspender el Carnaval. La derecha salió por su fueros y arremetió contra la bestia negra del Carnaval. Abrió para ello la caja de los truenos y asustó con atentados y graves desórdenes. Luego, puesta contra las cuerdas, se defendió como gato panza arriba apelando al humanitarismo, al pacifismo y al consenso.

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En el fondo trataba de no asumir el coste político interno y externo de autorizar el Carnaval o de prohibirlo. No deja de tener su gracia que ante gravísimos problemas de la ciudad, o ante los presupuestos de 1991, optaran por no consensuar nada y actuar con el rodillo de la mitad más uno, y en esto del Carnaval traten de poner a todo el mundo de acuerdo.LógicaLa lógica, la lógica de la libertad, estaba muy clara: no prohibir el Carnaval. Puestos a prohibir, prohibir la guerra, no la alegría, la tolerancia y la solidaridad. La ayuda humanitaria puede y debe salir de las arcas municipales por otras vías: hay gastos prescindibles y fastos que pueden sufragarla con largueza: los gastos de publicidad, los millones (200) que querían destinar al fomento de la cría caballar y el pirulí de La Habana del arco del Triunfo, sin ir más lejos.

Hay instituciones que motu proprio han cancelado su participación en el Carnaval. Tienen todo el derecho a hacerlo. Pero la representación de todos los madrileños no debe poner puertas al campo ni cortapisas a la libertad.

La democracia prohíbe prohibir, y sobre todo prohibir la libertad. O, lo que es lo mismo, prohibir que el pueblo nos ponga en solfa, que, amén de divertimientos de todo tipo, es la esencia misma del Carnaval.

es portavoz del grupo municipal socialista en el Ayuntamiento de Madrid.

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