La guerra no deseada
El conflicto de Estados Unidos y la coalición contra Irak constituye una de las guerras más curiosas de la historia del siglo XX. En el plano militar, es la primera batalla con alta tecnología de la historia y presagia, si tiene éxito, un tipo muy diferente de contienda bélica en la historia de la guerra. En el plano político, es la primera coalición plena de las potencias mundiales. Reúne a Estados Unidos y la Unión Soviética, así como a todas las potencias europeas, contra una sola nación. Si tiene éxito, puede prefigurar un tipo de orden mundial muy diferente. Sin embargo, Estados Unidos y la coalición entraron en guerra a disgusto. Salvo en lo que a los sentimientos personales de George Bush -y éste es sincero- se refiere, en Estados Unidos y en todas partes hay poca pasión por la guerra, aunque por ahora el público estadounidense apoya casi por completo (entre el 75% y el 84% en las últimas encuestas), si bien de mala gana, el esfuerzo para proseguirla.El inicio de la guerra ha sido uno de los más extraños en la historia de los conflictos. La mayoría de las guerras, aun cuando existieran presentimientos y tensiones, empezaron de forma bastante rápida, ya fuera a causa de un episodio desencadenante (tal como el asesinato del archiduque Fernando de Austria que dio lugar a la 1 Guerra Mundial), o del blitzkrieg (guerra relámpago) de Alemania en la II Guerra Mundial (a la semana de la firma del pacto nazi-soviético), o de la repentina decisión de Corea del Norte de invadir Corea del Sur y la rápida respuesta por parte de Estados Unidos, o del interminable conflicto de Vietnam (con la continuada escalada por parte de las fuerzas estadounidenses durante un período de dos a tres años antes de que se llegase a una intervención abierta).
En la guerra contra Irak, han transcurrido más de cinco meses entre la inesperada agresión iraquí a Kuwait, a primeros de agosto, y la decisión de la Administración de Bush -con el temeroso apoyo del Congreso de Estados Unidos y de los aliados de la coalición- de iniciar una respuesta inmediatamente después de cumplirse el plazo límite del 15 de enero. Al principio, pocas personas pensaban que habría -que podría haber- una guerra. Viendo la coalición que se estaba formando contra él, Sadam -se esperaba- se retiraría a regañadientes. Temerosa de una guerra que pondría en llamas a todo el Oriente Próximo, la opinión occidental pensaba que Estados Unidos y la coalición podrían negociar tranquilamente algún arreglo que salvara las apariencias. Nada de eso ocurrió, y la década que, en opinión de numerosas personas, conocería el comienzo de un nuevo orden mundial dedicado a la paz, como consecuencia del fin formal de la guerra fría, ha empezado con uno de los conflictos más fatídicos del siglo.
Para el presidente Bush, la cuestión en juego era la posibilidad de un nuevo orden mundial (una frase desafortunada, dadas sus resonancias de las ambiciones alemanas en 1939). Lo que él quería decir era que el uso de la fuerza como forma de solucionar las diferencias entre las naciones, al menos entre las naciones industriales avanzadas, podía llegar a su fin y ser reemplazado, en gran parte, por la competitividad económica y las relaciones interdependientes de una economía mundial. No se trataba de una esperanza que careciera totalmente de realismo. Alemania y Japón, los agresores de las guerras anteriores, habían renunciado al uso de la fuerza e incluso puesto esta promesa por escrito en sus respectivas Constituciones. La guerra fría con la Unión Soviética había concluido. El presidente Bush, cuyo fuerte es la política exterior, pensaba que con este nuevo giro podía dejar su huella en la historia. Era una esperanza laudable.
Lo extraordinario en este caso es la pequeñez y sordidez de los motivos iniciales para la agresión iraquí. La guerra de ocho años de duración con Irán había dejado a Sadam con una deuda externa de 80.000 millones de dólares. El debilitamiento de la economía mundial había reducido los ingresos de Irak. Así, en la primavera de 1990, Sadam empezó a presionar a Kuwait para que le perdonara la deuda de 35.000 millones de dólares por los préstamos concedidos a Irak durante la guerra. En las reuniones que la OPEP celebró en julio, pidió a los kuwaitíes que redujeran su producción de petróleo, con la esperanza de aumentar el precio de este producto. Los kuwaitíes estaban a punto de acceder a las demandas de Sadam cuando éste atacó. Al principio, su embajador declaró que Irak se retiraría en unos pocos días o en una semana. Poco después, Irak declaró que Kuwait había sido, y ahora lo sería oficialmente, la 191 provincia de Irak. Al principio, Sadam nunca mencionó a los palestinos. Poco después, cuando Yasir Arafat llegó a Irak (habiendo perdido
completamente en Líbano cuando Hassad impuso su paz en el país), Sadam hizo suya la causa palestina. Durante una década, Sadam había sido un ardiente partidario de la secularización; su partido socialista Baaz, un partido radical. Ahora se ha convertido en un ardiente musulmán y ha declarado una yihad o guerra santa.
Desde el comienzo, los políticos y la opinión pública estadounidenses deseaban contener a Sadam, pero existía una gran aversión hacia la guerra. Los recuerdos de Vietnam y sus cicatrices todavía estaban frescos. Durante la presidencia de Reagan, este trauma se había borrado un tanto. Pero estaba claro que pocas personas tolerarían en Estados Unidos una guerra prolongada, interminable, especialmente si el número de víctimas llegaba a ser alto.
A la propia Administración le era difícil formular un conjunto convincente de razones que unieran a la opinión pública. La idea de un nuevo orden económico mundial, siendo como es crucial, resultaba demasiado abstracta. Por consiguiente, la Administración pensó en poner más énfasis en el interés propio que en una imagen moral de una guerra justa. Arguyó que una victoria de Sadam daría a éste el control sobre el abastecimiento mundial de petróleo, o al menos sobre el precio del mismo. Pero ello no resultaba demasiado convincente y, paradójicamente, el ataque más violento contra esta argumentación vino de los conservadores más de derechas, que afirmaban que el libre mercado vencería sobre ese intento. La Administración sugirió un motivo aún más torpe cuando el secretario de Estado, James Baker, afirmó que el problema eran los jobs (puestos de trabajo, empleos, tareas, etcétera), pero nadie entendió lo que quería decir y la gente llegó incluso a rechazar con disgusto ese argumento, especialmente cuando estaban en juego tantas vidas.
La mayoría de la opinión pública y el Congreso estadounidense querían contener a Sadam mediante las sanciones económicas y el embargo. La Administración, sin embargo,
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