_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Venceréis, pero no convenceréis

Francesc de Carreras

La opción de atacar Irak y entrar en guerra, es decir, la opción escogida por Estados Unidos ante las varias vías posibles para resolver la crisis del Golfo, es, a mi modo de ver, la peor de todas: la que más daño y destrucción física y moral causará en aquella zona, la que más pone en evidencia el grado de deterioro y degradación de los valores que Occidente dice poseer y proteger y la que más dificultará las futuras relaciones de las dos grandes civilizaciones mediterráneas.No es preciso hablar, ya que lo tenemos suficientemente a la vista, de la terrible prueba por la que están pasando los seres humanos -sean de uno u otro bando- que viven y mueren en el área del conflicto. Se habla menos, en cambio, de la actitud de aquellos que en la cómoda Europa o en la eufórica Norteamérica contemplan, a prudente distancia, la gran batalla. Deberíamos evitar que la brutal violencia que genera el escenario de la guerra, seguido tan en directo a través de la radio y la televisión, contagiara la mentalidad -ya de por sí belicista- de la sociedad que está en la retaguardia. Ciertas situaciones propias de los últimos días no dejan de ser preocupantes.

Así, por ejemplo, un racismo latente, bien enraizado en nuestro subconsciente cultural, se pone de manifiesto en la gran preocupación por el peligro de las vidas de los miembros de las tropas occidentales junto al olímpico desinterés respecto a los muertos iraquíes tras serles arrojadas miles de toneladas de bombas. Hemos pasado los últimos meses acusando, con razón, de genocida a Sadam Husein por haber empleado armas químicas contra la guerrilla y la población civil kurda, y ahora permanecemos insensibles -¿o quizá decimos que son cosas de la guerra?- cuando están masacrando a los ciudadanos de Bagdad. ¿No utilizamos un rasero moral para juzgar la responsabilidad del enemigo y otro muy distinto para los que, en el colmo del cinismo, dicen querer restablecer el derecho internacional?

Asimismo, la argumentación de muchos comentaristas políticos no deja de reflejar una parcialidad que pretende ocultar las auténticas y más siniestras razones del conflicto. Así, por ejemplo, numerosos comentaristas repiten machaconamente que la guerra no empezó el jueves pasado, sino el 2 de agosto, en lo cual tienen sin duda parte de razón, pero lo dicen con la deliberada intención de echar todas las culpas al régimen iraquí y así exculpar a Estados Unidos. Ciertamente, el dictador iraquí tomó una medida que no podía ser tolerada. La sociedad internacional debía reaccionar a través de la ONU, el principal instrumento de cooperación para la paz. Pero de nuevo nos encontramos ante la utilización de un doble rasero, en este caso no moral, sino jurídico y político.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

En efecto, las resoluciones de este alto organismo, incumplidas sistemáticamente en Oriente Próximo ante la complicidad general y el amparo de Estados Unidos, no sólo se han aplicado en esta ocasión de forma estricta, lo cual es en sí mismo perfectamente correcto, sino que, en el caso de la decisiva Resolución 678, se han interpretado -en contra del espíritu y la letra de la carta fundacional de las Naciones Unidas- como un cheque en blanco para que cualquier Estado, sin el control ni las condiciones establecidas en el texto de la ONU, pueda utilizar la fuerza bélica para restablecer la soberanía de Kuwait. Esta interpretación claramente antijurídica conduce al absurdo de pretender legitimar la guerra potencialmente más mortífera de la historia humana mediante un derecho internacional creado por una institución que tiene como principal cometido mantener la paz.

No quiero, al decir todo esto, que se me entienda mal. Antes he dicho que era en parte cierto que la guerra la había empezado Sadam Husein el 2 de agosto. Pero es más cierto, sin duda, que la brutal contienda que ahora contemplamos atónitos la han empezado los norteamericanos el 17 de enero atacando Bagdad. Y con ello no quiero eximir al dictador iraquí de la gran responsabilidad que tiene en el conflicto. Él lo provocó por métodos ilícitos y condenables. Él podía evitar esta guerra, antes del 15 de enero, mostrándose más flexible, y también, como en otras ocasiones, más realista y pragmático. No lo hizo, y su culpa es evidente. Pero, como dicen los británicos, lo malo no hace bueno lo peor. Y lo malo -la ocupación de Kuwait por un Irak con Sadam Husein al frente- no justifica una guerra, que es sin duda lo peor. Y la responsabilidad de esta guerra -sin eximir a Sadam de la parte que le corresponde-, repito, recae en lo fundamental sobre los anchos y fuertes hombros de Estados Unidos y en la actitud ambigua, débil y vacilante de Europa.

En primer lugar, porque es Estados Unidos -con la anuencia europea- el que ha atacado a Irak por voluntad propia, y no, como errónea o malintencionadamente se dice, en cumplimiento de la resolución de la ONU. En segundo lugar, porque los hechos suceden en un contexto geográfico, económico, social y político que, como es bien sabido por todos, constituye un polvorín que cualquier mecha puede encender.

Y en esta zona, las potencias occidentales tienen una grave responsabilidad histórica: primero, el Reino Unido y Francia, que la colonizaron desde 1918; después, las compañías petroleras, que tan grandes beneficios económicos han realizado en la zona trazando fronteras y convirtiendo a jefes de tribu en triviales reyezuelos, y por último, el Gobierno de Estados Unidos, el cual, con métodos neocoloniales, interviene en la zona decisivamente desde la crisis de Suez en 1956 y transforma en una fortaleza militar el Estado de Israel.

Todos ellos han controlado e intervenido en la zona a su antojo. Y este control e intervención lo han utilizado no para crear unas sociedades estables y prósperas, lo cual era posible combinando su potencial energético y su tradición agrícola o comercial, sino para dejar enriquecer a las compañías petroleras, suministrar a Occidente energía barata, vender armas a las dictaduras que fomentaban -con la colaboración inapreciable de la URSS-, negar a los palestinos su derecho a una patria y, en consecuencia, condenar a los pueblos de estos pa íses a la más pura de las miserias económicas, políticas y sociales, situación que es el detonantp real de una guerra de la que se quiere, cínicamente, responsabilizar en exclusiva a Sadam Husein.

La brutalidad y el horror de lo que está sucediendo, y la responsabilidad en los hechos de europeos y norteamericanos, hace que nuestra civilización, la que tiene su origen en Grecia, Roma y el cristianismo, esté pasando por uno de sus momentos más vergonzosos. Precisamente porque creo que los valores que más caracterizan a la cultura occidental -la tolerancia, la libertad, la igualdad, el respeto al individuo, la paz entre los pueblos- han sido puestos en cuestión por la decisión terrible de iniciar la guerra es por lo que considero que deben surgir voces institucionales y representativas de nuestro mundo político, social y cultural que intenten poner fin a la misma y restablezcan cuanto antes no sólo la credibilidad, seriamente dañada, de nuestros valores éticos, sino que tomen iniciativas para tender en el futuro los imprescindibles puentes de diálogo necesarios para la decisiva convivencia pacífica entre árabes y europeos, cristianos e islámicos.

Si esta guerra termina con la victoria militar de lo que se denominan fuerzas multinacionales, victoria previsible debido a la superior capacidad tecnológica -que no moral- de determinados países occidentales, sepan los militarmente derrotados que en Europa y Norteamérica somos muchos los que creemos que las victorias militares nunca conducen a la auténtica paz y que para llegar a ella son precisas medidas de naturaleza totalmente distinta. Y que somos muchos también los que en Occidente repetiríamos a los que han declarado esta brutal guerra aquello que dijera Miguel de Unamuno a unos militares franquistas sublevados cuyo lema era ¡Muera la inteligencia y viva la muerte!.- "Venceréis, pero no convenceréis".

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_