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La valentía de Sadam Husein

Hay quien quiere encontrar motivos para creer que Sadam Husein es un loco o un criminal. Pero la guerra en el golfo Pérsico indica que, sea o no un mal hechor, al menos ha sido un mal estratega. Sadam se ha equivocado claramente dos veces. La primera, al llevar a cabo la invasión de Kuwait en tal vez el peor momento del siglo en cuanto al contexto internacional que le pudiera beneficiar. El iraquí debió de conjeturar que Arabia Saudí no se le enfrentaría como lo hizo y otros países árabes se le unirían enseguida, pero fue sin duda culpable de no haber tenido en cuenta que, después de la derrota de la URSS en la guerra fría, los Estados Unidos tenían más posibilidades que nunca de formar un amplio frente contra el agresor.El segundo error de cálculo de Sadam le llevó a no retirarse de Kuwait antes del 15 de enero. Tras la sorpresa que seguramente le causó la condena unánime del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, él caudillo iraquí pudo suponer que, de todos modos, la situación de bloqueo y embargo podría mantenerse de un modo más o menos estable por tiempo indefinido. No le faltaban razones para ello, ya que probablemente nadie quería la guerra sinceramente y podemos creer que incluso los gobernantes norteamericanos y la mayor parte de la opinión pública de su país la situaban en el último lugar de sus preferencias. Sin embargo, el equilibrio se basaba en un frágil intercambio de desafíos y amenazas que, como se ha visto, se podía decantar.

Básicamente, la interrelación entre Sadam Husein y George Bush en los últimos meses parece corresponder al esquema lógico conocido en teoría de juegos con el nombre de chicken, equivalente a "gallina" o cobarde en nuestro argot. La pintoresca denominación procede de un sádico deporte que se puso de moda entre ciertos adolescentes norteamericanos en los años cincuenta (popularizado, por ejemplo, por James Dean en el filme Rebelde sin causa), consistente en que un conductor desafía a otro a una carrera hacia el choque tras avisar que él no frenará. Para ganar en la competición hay que ser más valiente que el otro, pero un exceso de autoconfianza puede llevar a una confrontación fatal. Como escribió el politólogo Thomas Schelling, en este juego queda representada una forma universal de desafío, que permite explicar numerosas situaciones, particularmente entre países en conflicto bélico. El modelo fue ya utilizado con éxito para analizar la crisis de Cuba de 1962, en la que el presidente John F. Kennedy respondió al galleante reto de Fidel Castro de instalar misiles nucleares soviéticos en la isla con un ultimátum que, tras unas semanas de extrema tensión, acabó consiguiendo la retirada de los cohetes por Nikita Jruschov.

En el esquema del chicken hay dos posibles equilibrios o situaciones estables, en cada uno de los cuales una de las partes logra paralizar a la otra mediante una amenaza creíble de que no frenará. No hay, pues, en situaciones como la vivida estos últimos meses, un único resultado determinado de antemano. Y, lo que es más importante, la obtención de uno u otro desenlace depende de la capacidad de cada parte de tomar decisiones arriesgadas, aparentemente desaconsejables en una perspectiva a corto plazo que pretendiera asegurar un máximo nivel de seguridad. Si el desafío del primer conductor es creíble, cabe esperar que el segundo frenará; pero la única posibilidad de éste de alterar ese adverso resultado es contestar con un nuevo desafilo -es decir, la amenaza de un choque frontal- lo suficientemente creíble para que el primer desafiante se sienta impulsado a frenar. Cuando un ministro de Sadam manifestó el miércoles 16 de enero que, dado que ya pasaban varias horas del ultimátum sin que EE UU hubiera atacado, Irak estaba venciendo, mostró que los dirigentes iraquíes no habían tomado la amenaza norteamericana suficientemente en serio. Habían confiado en que todos querrían evitar el mal mayor de la guerra, aunque ello implicara que Bush tuviera que aceptar la humillación de la ocupación de Kuwait.

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Este análisis permite desmentir ciertas apariencias y confirmar algunas percepciones más o menos intuitivas. En primer lugar subraya que la guerra podía haberse evitado (ya que, dicho técnicamente, ningún jugador tenía "estrategias dominantes" y la situación anterior era un equilibrio estable). En segundo lugar indica que la nunca muy eficaz medida de embargo no era propiamente un arma para conseguir la retirada de los iraquíes de Kuwait, sino únicamente un modo de comunicar la amenaza de ataque para que ésta fuera suficientemente creíble. En tercer lugar interpreta que el llamamiento de Sadam a la unidad árabe y su repentina conversión al islam no eran más que una simple contraamenaza al bloqueo, pero más difícil de creer porque desmentía su trayectoria laica anterior e implicaba una inverosímil conciliación con sus recientes enemigos, Siria e Irán. En cuarto lugar explica que, aun siendo efectivamente la guerra la peor alternativa para todos, era la única elección que podía alterar la situación creada por Sadam, y por eso no estaba descartada. Por último, augura que el presente conflicto sólo puede conducir a la victoria clara de una de las dos partes (uno de los dos equilibrios), pero no a ninguna componenda, compromiso o negociación (a diferencia de otro tipo de interrelaciones de conflicto, en el chicken, una vez las dos partes están enfrentadas, no hay ninguna posibilidad de cooperación que pueda conducir a una situación mejor para ambas).

Sea la guerra más o menos larga, es de prever, por tanto, que terminará con claros vencedores y vencidos, lo cual podría significar prepotencia y resentimiento en una etapa posterior.

Este tipo de análisis tiende a llamar la atención sobre el margen de iniciativa estratégica relativamente amplio que existe en situaciones como ésta y la consiguiente importancia de las cualidades subjetivas de los protagonistas, es decir, el alto grado de personalización del conflicto, en este caso en las dos figuras rivales de George Bush y Sadam Husein (así como el papel de comparsas de los demás actores, incluidos, por ejemplo, la CE y la OLP). Como hemos dicho, el esquema propuesto no obliga a revisar la impresión de que nadie deseaba verdaderamente la guerra, por lo que se hace imposible no compartir el sentimiento que empuja a la protesta contra la violencia y a la expresión pública del deseo de paz. Pero al mismo tiempo permite explicar la sensación de que esta oposición a la intervención armada no puede fundamentar ningún proyecto político viable. De ahí, por ejemplo, que fuera tan difícil y laborioso para la Administración norteamericana conseguir una ajustada mayoría del Congreso a favor de la acción militar y que, en cambio, una vez iniciados los ataques, haya aumentado notablemente el apoyo al presidente, incluido el de algunos representantes y senadores que habían encabezado la oposición. La propia opinión pública española parece haber experimentado esta misma fluctuación.

es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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