Un Gobierno guerrista
Estamos viviendo días de enorme tensión ante la amenaza de una guerra inminente de incalculables consecuencias. Al cabo de meses de no poder creer que fuese verdad el juego que se traen entre manos los Gobiernos, hasta la persona más ignorante o irresponsable ha terminado por adquirir la certeza de que, con las armas disponibles, el empleo de la fuerza militar para resolver los litigios, sea cual fuere su envergadura, ha de ser considerado, no ya absolutamente irracional, sino incluso un crimen de lesa humanidad. El sábado 12 de enero señala el momento en que los pueblos del mundo pasan de no creerse en el fondo lo que están presenciando -tantas bravatas no pueden tomarse en serio- a salir masivamente a la calle, conscientes de que estamos a punto de desplegar una dinámica que nadie pueda ya frenar a tiempo.Entraba en casa de vuelta de la manifestación por la paz en el Golfo, cuando sonó el teléfono: me informan que Alfonso Guerra ha hecho público que su dimisión le ha sido aceptada. Después de la angustia sufrida estas últimas semanas, qué enorme alivio: si el vicepresidente ha dado este paso es porque en las altas esferas gubernamentales se está plenamente convencido de que el peligro de guerra ha dejado de ser inminente; nadie que le conozca puede imaginarlo capaz de provocar una crisis de Gobierno en vísperas de una conflagración bélica. Con esta certidumbre, respiro hondo; las tareas y preocupaciones diarias adquieren de nuevo su contorno habitual, y recupero el interés por nuestra pequeña política provinciana. Como millones de españoles, paso de deshojar la margarita sobre si habrá guerra o no a preguntarme, ya más repuesto, pero conservando el sentido de la medida que hemos aprendido dolorosamente en estas semanas, por las implicaciones de la noticia. Me importa no tanto el porqué -lo tenemos claro, sea cual fuere la impresión que se quiera dar- como las consecuencias.
Desde Extremadura me describen con detalle el marco de la escenificación: un cadáver político consigue salir por la puerta grande como si hubiese finalizado una faena histórica. Siempre he admirado el talento teatral del maestro, pero la experiencia de estas últimas semanas impide que esta vez pueda perderme por la superficialidad trivial a la que de algún modo incita el personaje. En este momento se trata tan sólo de enumerar algunas de las consecuencias de un acontecimiento que no por esperado ha dejado de cogemos de improviso.
1. La primera y principal es que ha desbloqueado una situación que cada vez se hacía más insostenible. Desde las últimas elecciones generales, el Gobierno de la nación se ha mantenido en una provisionalidad cuyos efectos negativos se hacían día a día más evidentes, hasta el punto de que un periodo tan largo de indecisión había empezado a carcomer seriamente la imagen del presidente. Habiéndose enfrentado en otras etapas a situaciones mucho más difíciles y complejas, en el último año parecía agotada su capacidad de hacer frente a la realidad con imaginación y coraje.
Mayor poder
2. Sería completamente falso suponer que el vicepresidente dimitido ha dado un primer paso hacia una retirada estratégica. Todo lo contrario, al menos en una primera etapa, su poder será mayor desde la dirección del partido. Alguno recordará las dudas que asaltaron a Alfonso Guerra en 1982 para entrar en el Gobierno; que al final aceptase formar parte de un equipo que no llevaba su impronta fue prueba cabal de que anteponía la amistad con el presidente a los intereses propios e incluso a los del partido. El que, las relaciones de amistad hayan marcado tan fuertemente la política de este último periodo es un rasgo excepcional de la política española, aunque podríamos encontrar antecedentes en la España de la primera restauración, que no ocurre en los países de nuestro entorno donde se ha alcanzado un grado muy superior de objetividad y de profesionalización. En la etapa que ahora empieza, cada vez será más perceptible la diferencia entre partido y Gobierno, así como menos importantes los vínculos personales, y de ello, en principio, hay que alegrarse.3. Abierta la crisis, se descubren claramente los perdedores. El más significativo es sin duda Carlos Solchaga. Pese a los éxitos acumulados por el ministro de Hacienda y Economía, es muy difícil que se mantenga. No sólo significaría la victoria de una de las partes contendientes, que el presidente, obligado a mantener un equilibrio, no puede tolerar, sino que sería programar un conflicto permanente entre Moncloa y Ferraz. No me cabe duda de que se va a mantener la misma política económica, pero gestionada por una persona capaz de acomodarse con todos y de no enfrentarse a nadie. No veo otro "hombre para todas las estaciones" que Fernández Ordóñez, que, al ser nombrado además vicepresidente -que este puesto lo ocupe otra vez una persona sin cartera definida me parece poco verosímil, de algún modo habría que subrayar que Guerra es irrepetible-, avanzaría a la posición de un eventual sucesor del presidente, con la ventaja añadida de dejar Exteriores libre para Narcís Serra, ya demasiados años con la carga de Defensa, que necesita una persona capaz de plantear la cuestión pendiente de la profesionalización de las Fuerzas Armadas. Es ya cosa cantada que sale del Gobierno Jorge Semprún: desde hace un año no ha dejado la menor duda sobre sus deseos. Como Cultura es un resorte del ámbito del vicepresidente dimitido -y no creo que el presidente quiera experimentar otra vez con intelectuales ilustres que, por mucho que se contengan, hablan más de la cuenta y otro lenguaje que el de los políticos-, si se conserva esta cartera -y no descarto la barbaridad de que se suprima-, tendrá que recurrir a una persona de perfil más bien débil, y si añadimos la cuota femenina que habrá que mantener, sólo encuentro como posible candidata a doña Rosa Conde, que habrá al fin que relevar de una posición tan inadecuada para sus dotes.
Aunque le divierta, el lector sabrá perdonar que no siga, medio en serio, medio en broma, llenando la quiniela con los 14 resultados. El único punto importante sobre el que quiero llamar la atención se refiere al aspecto de conjunto que tendrá el próximo Gobierno. Me temo que, tal como están las cosas, incluido el ánimo del presidente, no quepan más que dos soluciones: la primera, que considero la más improbable, aunque no la peor, consistiría en una remodelación amplia en los puestos, pero no en las personas, es decir, entran pocas caras nuevas y se cambian las posiciones; la segunda, desaparecen las personas tibias que no apoyaron al vicepresidente en su larga pasión de este último año, sustituidas por fieles segundones, obedientes a la voz de su amo, es decir, el Gobierno en que ya Alfonso Guerra había soñado en 1982 y que entonces no pudo hacer realidad. No sé si muchos se habrán percatado de ello, pero una vez dimitido Guerra, después de dejar bien claro en el último congreso quién controla el cotarro, podríamos tener el primer Gobierno guerrista.
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