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La guerra del Golfo y la identidad de Norteamérica

Norteamérica está lista para una guerra devastadora en Oriente Próximo. Como un adolescente que tiene que probarse a sí mismo con retos temerarios para lograr superar su crisis de identidad y descubrir quién es y cuál es su papel en la sociedad, la joven América percibe la guerra del Golfo como un dramático escenario donde representar su conflicto de identidad, y de paso vislumbra en ella una oportunidad para encontrarse a sí misma.La crisis de identidad actual del pueble, norteamericano es la consecuencia del choque entre la América invencible de la II Guerra Mundial y la América vulnerable que surgió del conflicto de Vietnam. Desde el final de la II Guerra Mundial hasta su derrota en Vietnam, Norteamérica disfrutó de una imagen rebosante de prepotencia y de supremacía moral. Segura de sí misma, se consideraba la defensora del mundo, como un superman luchando incansablemente por la verdad, la justicia y el american way. La democracia, el individualismo, el capitalismo y el potencial aparentemente sin límites de la ética del trabajo eran ensalzados como valores indispensables para conseguir la felicidad. Como el niño que necesita ver el mundo en términos simples, lo bueno y lo malo, Norteamérica se obsesionaba con el comunismo, al que categóricamente juzgaba como el arquetipo del mal, el enemigo número uno de la humanidad, la antítesis de la bondad americana.

Norteamérica se sentía rica, grandiosa, repleta de ideas maravillosas, de logros enormes, de edificios gigantescos y de coches grandes. Sus avances espectaculares en el terreno de la ciencia y la tecnología continuamente avivaban su sentido de poder. Todo le era posible. Incluso la Luna estaba a su alcance. Hollywood se encargaba de autoalimentar al pueblo americano y de diseminar al resto del mundo esta imagen de invencibilidad y de esplendor mostrando las glorias de América, sus ídolos, sus conquistas, sus romances y sus sueños.

Por si esto fuera poco, las políticas socioeconómicas de los años sesenta, destinadas a hacer realidad la visión de la gran sociedad de Kennedy y Johnson, prometían erradicar del país la pobreza, la incultura y el racismo. Al mismo tiempo, Norteamérica abría sus puertas y se comprometía a compartir su riqueza generosamente con el resto del mundo. Todas estas circunstancias hicieron que la sociedad estadounidense mantuviera una identidad grandiosa, optimista y llena de posibilidades ilimitadas. Tal como los sentimientos de euforia e invulnerabilidad que vemos en esos jóvenes adolescentes privilegiados e impetuosos que crecen en la abundancia, con pocos límites, sin desengaños ni frustraciones.

Sin embargo, en los últimos 20 años, una serie de acontecimientos han forzado al pueblo norteamericano a cuestionarse profundamente su identidad de país invencible e invulnerable. La inconcebible y humillante derrota tras 12 años de guerra en Vietnam, junto con el incontenible movimiento pacifista interno, hicieron temblar la esencia de América en lo más profundo de su ser. Confundida y con su autoestima dañada, la sociedad estadounidense comenzó a dudar, no sólo de sí misma, sino de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. El escándalo del Watergate y la caída de Nixon en 1974 hundieron al país aún más en la desmoralización, y al mismo tiempo intensificaron el conflicto entre los románticos que seguían agarrándose al mito de Superman y los iconoclastas que insistían en derribar a los ídolos y las imágenes ilusorias del país.

Durante los ochenta, hasta los idealistas más recalcitrantes se descorazonaron al ver cómo otros países superaban la tecnología norteamericana. La marca de made in Japan surgió como un signo de excelencia, tanto si se trataba de una cinta magnetofónica, de un ordenador o de un televisor. Increíblemente, los coches grandes, el emblema de Norteamérica, fueron en gran parte sustituidos por modelos extranjeros más pequeños y eficientes. El final simbólico de la hegemonía tecnológica americana quedó trágicamente plasmado en la terrible explosión de la nave espacial Challenger, que se desintegró con siete astronautas dentro, en enero de 1986, ante millones de telespectadores estupefactos y horrorizados.

En contraposición a las promesas y expectativas de bienestar social de los años sesenta, la sociedad norteamericana de hoy se enfrenta a un sinfín de abrumadores problemas socioeconómicos. Problemas que, en comparación con el resto del mundo occidental, parecen haber alcanzado proporciones insólitas. Por ejemplo, no hay zona urbana o rural de Estados Unidos que no esté azotada por la plaga moderna de los homeless, miles de hombres y mujeres sin hogar que deambulan por las calles arrastrando sus harapos y sus enfermedades mentales y que recuerdan a todo el mundo el escándalo moral del que son víctimas. En estos últimos años, también los índices de pobreza y de analfabetismo han alcanzado niveles sin precedentes. De hecho, en la actualidad, el 14% de la población vive por debajo del nivel oficial de pobreza, el 9% es analfabeto, y 21 naciones aventajan ya a este país en la erradicación del analfabetismo.

En cuanto a la criminalidad, se ha batido el año pasado un nuevo récord, ya que se cometieron más de 23.000 homicidios. El estado de malestar social se hace evidente ante una tasa de mortalidad infantil que en áreas urbanas como Harlem asciende a 21 niños por 1.000 nacimientos, una proporción tan alta como la de países subdesarrollados, además de las alarmantes epidemias de la droga y del sida, de las que América es el epicentro del mundo occidental. Y con respecto al racismo, aunque se ha avanzado en la lucha contra las prácticas discriminatorias tan arraigadas en el país, actualmente una de cada tres personas de color vive en la pobreza y uno de cada cuatro hombres negros jóvenes ha pasado por el sistema de justicia criminal. En la mayoría de las cárceles del país, el 85% de los presos son negros o hispanos.

Por último, el sorprendente derrumbamiento del comunismo ha dado lugar a la desaparición del enemigo histórico de Norteamérica y ha dislocado su esquema básico del bueno y del malo. Como consecuencia, la desorientación de la sociedad estadounidense se ha acrecentado: después de haber pensado durante décadas que el enemigo estaba fuera, ha descubierto que lo tiene dentro, que Norteamérica es quizá su propio enemigo.

El conflicto del Golfo, aparte su potencial de devastación apocalíptica, supone un desafío para esta joven nación, el de enfrentarse consigo misma para resolver su crisis de identidad. Según se desarrollen los acontecimientos, es previsible que el país salga de esta grave encrucijada más prudente que impulsivo, más adulto que adolescente, más vulnerable que invencible y más tolerante que grandioso. De todas formas, independientemente del desenlace final, la eventual guerra del Golfo supone un reto para Norteamérica, pues la obliga a cuestionarse sus valores y sus prioridades, y a sopesar, una vez más, el precio de la vida y el coste del sufrimiento humano.

es psiquiatra. Dirige el Sistema Hospitalario Municipal de Salud Mental de la ciudad de Nueva York.

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