Delito ecológico
EL TRIBUNAL Supremo se ha pronunciado por primera vez sobre el delito ecológico casi ocho años después de su introducción en el Código Penal en 1983. El hecho es positivo en cuanto supone establecer finalmente unas pautas jurisprudenciales en la interpretación de una figura penal excesivamente abierta y, en consecuencia, de dudosa efectividad para la protección del medio ambiente. Pero también tiene una lectura preocupante. Que un asunto relacionado con la agresión a un bien tan esencial como el medio ambiente haya tardado tanto tiempo en llegar al Tribunal Supremo es un indicio claro del carácter retórico que sigue teniendo el llamado delito ecológico y de las dificultades que encuentra su aplicación.La primera resolución del Tribunal Supremo en materia ecológica ha tenido tonos severos. Como correspondía a una infracción tan grave como la contaminación producida durante años por la central térmica de Cercs (Barcelona) a causa de la emisión de lluvia ácida. La pena simbólica de un mes y un día de arresto impuesta al director de la central por la Audiencia de Barcelona ha sido elevada por el Supremo a ocho meses de prisión menor. Igualmente, la ridícula multa de 30.000 pesetas ha sido aumentada a 1.400.000 pesetas. El hecho de que el Supremo agrave las penas dentro del marco sin duda benigno de la ley es ya destacable. Pero lo es más el criterio riguroso con que ha contemplado los daños generados por la contaminación producida por la citada central. Y ello por la influencia decisiva que tal precedente deberá tener en la actitud de los tribunales ante supuestos parecidos de agresión al medio ambiente.
Frente al criterio del tribunal inferior que consideró reparables los daños ocasionados por la contamitación, el Supremo ha mantenido su carácter irreversible y catastrófico. Una valoración sin duda ajustada a la realidad de los hechos, si se tiene en cuenta que la necrosis ocasionada en una gran parte de la masa boscosa que rodea a la central -una superficie aproximada de 30.000 hectáreas- hace prácticamente imposible la regeneración espontánea del espacio natural contaminado. Como lo es el juicio que merece al Supremo la actuación de la Administración en este caso y que, si se generalizase, sería preocupante. Efectivamente, el Supremo aprecia una actitud tolerante que de haber sido denunciada en su momento hubiera supuesto una responsabilidad civil e incluso penal compartida con la direccion de la central.
La actuación administrativa en las tareas de protección de la naturalaza es prioritaria a cualquier otra. Y con más razón cuando la homologación española con Europa otil iga a una áspera batalla política y legal contra la tradicional actitud de desidia y los intereses de todo tipo que se han montado sobre la explotación incontrolada de los bienes naturales. Pero ello no quita que, en última instancia y con la mayor eficacia posible, intervenga también el Derecho Penal en la salvaguarda de elementos indispensables para la vida y la salud de las personas. Y hasta ahora es preciso reconocer que esta intervención ha sido excesivamente mínima y exiguo el balance de su rendimiento.
El fiscal general del Estado ha puesto el dedo en la llaga de esta anómala situación en una reciente circular en la que pide a los fiscales el máximo celo en la persecución de las constantes y variadas formas de agresión contra el medio ambiente. El delito ecológico apenas ha sido aplicado desde que está vigente; las penas son levísimas y la capacidad económica de las empresas contaminantes les permite la cómoda inclusión de la cuantía de las sanciones entre sus costes industriales. Queda mucho camino que andar para superar la dejadez y permisividad de las autoridades administrativas, pero no menos para hacer realmente disuasorio el delito ecológico. El Tribunal Supremo acaba de dar un paso importante en pos de este objetivo.
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