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Pedro

Rosa Montero

Guatemala es un bello país, vegetal y volcánico. Lo recorrí hará unos diez años, acompañada por una antropóloga de allí. Estuvimos en los Cuchumatanes, unas montañas brutales de cumbres violetas. Allí, en los valles altos, viven los indios en pequenos pueblitos. Nosotras nos quedamos en Todosantos, en donde todos visten del color de la sangre. Telas rojas y blancas que relucen, en el aire fino y sin oxígeno, bajo el Implacable sol de las alturas. Es el confin del mundo.Todosantos es un puñado de casitas pegadas a la ladera. En una de ellas, sin luz y sin agua, vivían Pedro y Dorotea, amigos de mi amiga, y allí nos albergamos. No habían cumplido aún los 30 años y hablaban el castellano malamente. El era bajo y fuerte; ella llevaba las puntas de las trenzas atadas entre sí. Los dos eran tímidos y dulces. En su casa, de suelo de tierra, almacenaban unos cuantos víveres: eran los tenderos del pueblo. No habían tenido hijos, y eso, que allí es una desgracia, quizá les unió más.

Unos años después me enteré de que Pedro había muerto. La zona estaba siendo asolada por la guerra sucia, y de los abismos azulosos de los Cuchumatanes ya no salían sólo las hambrunas, los hielos, las riadas de lodo y la miseria, sino también, y sucesivamente, el terror de la guerrilla y del Ejército. En ese caso primero llegaron los soldados, que saquearon la casa/tienda y robaron los víveres. Luego llegaron los guerrilleros, que culparon a Pedro de dar alimentos al Ejército; así es que le arrastraron por el pueblo y luego le volaron la cabeza ante la mirada de Dorotea. A veces, cuando leo noticias como la de la reciente matanza de campesinos en Antitlán, me acuerdo de ellos. Pero luego me olvido. Los muertos de Guatemala, de Perú, de El Salvador, ¡están tan lejos de la sociedad del bienestar, de la rutilante Europa! Con nuestro poder y nuestro dinero hemos empujado el horror a los confines.

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