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Feliz Navidad

Julio Llamazares

La primera vez que vi un condón tendría yo 11 años. Por entonces había comenzado el primer curso de bachillerato, y para asistir a clase tenía que desplazarme hasta un pueblo cercano, en el que estaba el colegio, caminando tres kilómetros y medio (y volviendo a desandarlos por la tarde) junto con los otros chicos del pueblo que también estaban estudiando. Como en aquella época aún no había númerus elausus y cada uno podía repetir el mismo curso las veces que quisiera -y sus padres le aguantaran-, la expedición que cada mañana salía del pueblo con las primeras luces del alba la integraban desde niños de 10 años, recién salidos del nido, hasta canallas de 18, algunos de los cuales aún no habían conseguido pasar del segundo o tercer curso en varios anos. No es difícil, por tanto, imaginar el carácter iniciático, de aprendizaje rápido, que para los más pequeños tenían aquellos viajes.Entre las primeras cosas que los mayores nos enseñaban, así que nos consideraban merecedores de su confianza, era, además de a callar, a fumar con soltura y a hacernos pajas. A la ida y a la vuelta del colegio, a la mitad del camino, nos escondíamos tras unos árboles y, puestos todos en círculo, nos entregábamos al estudio de tan áridas materias bajo la dirección de los más expertos, que eran siempre, finalmente, los únicos que aprobaban: con apenas 11 años había muchos, como yo, a los que el humo nos mareaba, y respecto de la otra asignatura, que al parecer era la llave para acceder, sobre todo, a más altas enseñanzas, ni siquiera éramos capaces todavía de excitarnos. En ese caso, los expertos aconsejaban concentrar el pensamiento en una chica, y yo, siempre tan listo, recuerdo que me puse a pensar fijamente en mi hermana. No hace falta. que diga, supongo, con qué resultados.Una de aquellas tardes, uno de los más expertos (Sebito se llamaba, y tendría ya 15 años, pese a lo cual era aún el último de mi clase) apareció cori un objeto que, obviamente, yo jamás había visto antes. Era un condón. Sebito lo sacó muy misterioso de su funda, después de hacemos jurarle que nadie contaría nada, y luego, muy solemne, se lo puso (recuerdo que tardó 10 minutos por lo rnenos en lograrlo) y, con él puesto, empezó a masturbarse ante la admiración de todos los presentes, que no salíamos del asombro ante la contemplación de tan extraño y parabólico artefacto. Mientras le castañeteaban los dientes -no sé si por el esfuerzo o por las dulces congojas que le embargaban-, Sebito aseguraba que el condón no sólo impedía que el semen se malgastase (Ignoro el us.o que querría darle), sino que se le despellejase, de tanto frotar, la mano. Como se puede ver, Sebito era un experto consumado. La prueba es que, aunque no pasó de primero, llegó a sargento del Aire.

A la edad de Sebito, cualquier chico de Suecia ya sabía en aquel tiempo para que servia un condón y con quién había que usarlo. Y no sólo eso: lo usaba. Obviamente, yo tardé aún bastante tiempo en enterarme (de para qué servía un condón y de que los suecos lo usaban); pero, pasados los años, pude por fin comprobarlo. Una noche, en Estocolmo, hace ahora tres veranos, fui invitado a cenar en una casa. Cuando llegué encontré a mi anfitriona desconsolada. La mujer, que sólo había estado, al parecer, dos o tres veces casada (bien es verdad que muy pronto pensaba hacerlo por cuarta), vivía con un hijo de 17 años, que era, según me contó, el motivo de sus lágrimas. Aquel día, al arreglar su cuarto, le había descubierto en la camisa un paquete de tabaco. Mientras trataba de consolarla con mi natural simpatía mediterránea, esperando que se calmase y trajera el salmón'ahumado, me enteré, estupefacto, de la segunda parte del drama: en ese mismo momento, mientras su madre lloraba, el pollo estaba en la cama probando con una amiga los condones que ella misma había ido a la farmacia a comprarle por la tarde. Se los compraba ella siempre, me dijo, porque a él se le olvidaba. La sonrisa se me heló en los labios cuando, al comentarle yo que en España una madre hubiera hecho justamente lo contrario -esto es, comprarle al hijo el tabaco, pero prender fuego al barrio antes que permitirle llevar a su amiga a casa (y no digo nada ya de prepararle la cama)-, ella me dijo muy seria, con esa aplastante lógica escandinava, que no podía entenderlo, pues fumar era nocivo para el cuerpo y para el alma. Y que, para evitar disgustos o enfermedades, ella le compraba los condones a su hijo, como muchas madres suecas, desde que tenía 14 años.

últimamente se ha producido en España un aburrido debate sobre el uso del condón y su recomendación por las autoridades sanitarias. Los obispos, los curas, los médicos del Opus, los farmacéuticos católicos y hasta algunos militares (ignoro si Sebito estaría entre los tales) han saltado a la palestra para mostrar su disgusto y, en el caso de los primeros, para condenar al infierno eterno a quienes los utilizaren. En lo más arduo de la polémica, yo me encontraba en Holanda y desde allí seguí muy divertido los distintos avatares del debate. Muy cerca de mi hotel había una tienda (abierta, según el letrero, desde hacía ya 10 años) especializada sólo en condones y en la que podían comprarse todos los imaginables, desde los más atrevidos hasta los tradicionales, desde ejemplares con música (con un chip incorporado) hasta otros comestibles, con sabores a fresa, vainilla, nata, menta o chocolate. Por supuesto, el local estaba abierto al público (y muy concurrido) y nadie se escandalizaba. Y como ése o parecidos hay muchos más en Holanda. Los obispos holandeses, que los hay, hace tiempo, por supuesto, que lo saben, pero nunca han dicho nada. Se ve que ellos ya saben, al contrario que los nuestros, que los niños no vienen de París (ni el sida cae de los árboles) y que con algunas cosas no conviene andar jugando. En España, entretanto, siempre tan originales, nuestros obispos continúan empeñados en que sigamos jugando a juegos tan medievales como el de la ruleta rusa o el de la resignación cristiana. Puestas así las cosas, que nos dejen por lo menos utilizar el condón para, como decía Sebito, no acabar despellejándonos, de tanto frotar, la mano.

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Julio Llamazares es escritor.

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