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Los perros que saben reír

Hoy, de labios del marido de una nieta del poeta Manuel Altolaguirre y de Concha Méndez, nieta llamada Paloma como su madre, me entero de que se llamaba Juana la perra, muy lista me dice él, que conocí hace nueve años en México, que imitaba oportuna y espontáneamente el rictus humano de la risa. Pienso que, en un perro, llegar a percibir lo que significa la risa humana e imitarla cuan do a él algo le resultaba risible demuestra -viviendo desposeído del don de la palabra, marginado entre hombres- una extraordinaria capacidad de inducción y generalización. Los hombres ríen con frecuencia, pero la gran mayoría de las veces por algo relatado y que, en cuanto tal, resulta ininteligible para el perro. De modo que el perro excepcional que lo hace ha de inducir lo que para el hombre significa la risa, a partir de algún caso en que lo risible resulte de un acto cuya comicidad potencial puede ser percibida por el perro (una escena cómica, por así decirlo, muda); pero este perro, al hacerlo, de muestra una notable analogía de su inteligencia canina con la nuestra, y en algo que parece tan ligado a la conducta social privativamente humana como es lo cómico, y asimilarlo a sus contenidos de conciencia reducidos a datos de los órganos de los sentidos sin la trabazón de la palabra. La perra Juana, al usar oportunamente el rictus de la risa, se identificaba notablemente con nosotros, se humanizaba, o mejor nos canificaba, lo que nos impone que nuestra capacidad congénita de inteligencia ha sido modelada hasta su nivel actual en el crisol evolutivo animal por la selección natural recíproca de conductas de unos animales por las de otros. Hay que pensar que la capacidad mostrada por un perro de captar, por sí, el sentido de la risa ha de proceder, en concreto, de una manifestación ancestral, ante individuos de la propia especie, de la conducta específica que, globalmente, hubo de estar modelada por la gama de especies -entre las que entraba la propia- que constituía su ambiente selector específico Muchas facultades, como la del amor o la del odio dirigidos, la de la justicia, la de la gratitud, la lúdica, la de la trampa burlesca -que todos hemos tenido ocasión de percibir en los animales domésticos-, se manifiestan con claridad, claro es el modo específico de cada uno, en distintos animales superiores libres, de modo que parece que hay que remitir el origen de ellas a especies ancestrales comunes cuyo ambiente tenía características que desarrollan estas manifestaciones de la conducta y que han conservado los ambientes específicos diferenciados a partir de aquél.Esta perra Juana no sólo percibía lo cómico, sino que de un modo afin al humano era capaz de realizarlo y de comunicarlo, como lo revela el hecho que a mi mujer y a mí nos refirió Paloma Altolaguirre en presencia de todos los participantes, sin exceptuar la perra Juana. Nos contó que esta perra, consentida por todos, era sólo mantenida dentro de estrictas prohibiciones por Concha Méndez, la que fue esposa del poeta Altolaguirre, entre las que contaba subirse a sillones y, sobre todo, a su cama. Pues bien, llegó la des graciada ocasión en que estan do Concha Méndez en su habi tación con la puerta cerrada, se cayó y fracturó la cadera; la perra, por los gemidos, interpretó desde fuera perfectamente lo sucedido, y rompiendo las normas entró rápidamente en la habitación (sabía manejar los picaportes) y con impunidad sarcástica se puso a saltar riendo sobre la cama. Decía Paloma que al entrar inmediatamente después, y a pesar de su madre en el suelo, el espectáculo les impuso la risa. Llama la atención este caso porque muestra de forma poco habitual cómo los perros entran de muy diversos modos en la intimidad de nuestras conciencias.

Pero a la vez hay que desta car la intraspasable barrera específica que la palabra la esencia de nuestra conductaopone a todo animal, incluso para el perro de más capacidad de inducción en la actividad humana. Traducir correctamente en la conducta canina lo que significa la risa en la humana es una hazaña interpretativa que nos indica la gran inteligencia del perro cotejada con la humana. Pero incluso los perros que han aprendido por sí mismos a reír (Thomas Mann, en El mistificador Félix Krüll -cito de memoria-, habla de un perro que ríe, y asevera explícitarriente que hay perros que lo hacen) es obvio que ante la palabra se encuentran con un misterio impenetrable que, si se les hace enfrentarse con él,. les inquieta y angustia (traduzco yo, sin duda mal, las manifestaciones caninas a mi expresión humana). Me parece que, para otra especie, vivir nuestra palabra es tan imposible como a un perro o a un hom bre echarse a volar. Modular la palabra, encadenarla en su rápido modo especial y percibirla con la correspondiente precisión ha requerido decenas de miles de años de intensa presión selectiva, que ha determinado, paso a paso, nuestra privativa configuración neuromuscular del complejo órgano de la fonación y de la mano, patente en la forma de nuestro cráneo, significativa no de la inteligencia en sí, sino de la peculiar forma de la inteligencia animal que el hombre ha de aplicar a su medio social trabado por la palabra, forma que, eso sí, ha tenido el efecto imprevisible de estructurar en hombres al medio de cada hombre y, con ello, poner en conciencias humanas la conducción colectiva del propio destino, y con él el de toda la biosfera terrestre (la forma de inteligencia que, ab origine, ha abierto la posibilidad -difícil y siempre amenazada- de que cada hombre se realice en creciente conquista de libertad en términos de la evolución de la experiencia colectiva humana).

Faustino Cordón es biólogo.

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