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La última pobreza

Poco a poco, extendiéndose como un viento tan suave que apenas si hace oscilar las hojas de los árboles, una nueva amenaza está introduciéndose en el cuerpo social. Nada es alarmante en ella, sólo se limita a aparecer y quedarse ahí, nutriéndose sin prisas, desarrollándose poco a poco. Un día hará acto de presencia con todo su poder y la veremos como un cielo negro dispuesto a abrirse sobre los ciudadanos; no quedará otro remedio que echar a correr en todas direcciones, especialmente los que no hayan tenido la precaución de tomar medidas para cubrirse o los que habiéndolo intentado no pudieron prevenirlo por diversas razones. Será la última pobreza, la pobreza de los viejos.Al menos en su intención, la sociedad española consideraba la vida como un duro camino a lo largo del cual las personas y las familias trataban de vivir con dignidad, trabajar muchas horas al día y darse un respiro, modesto pero suficiente, en el tramo final que los devolviera a la tierra o se los llevara al otro mundo, según cada creencia. Lo que no se establecía en la intención de nadie era el acceso a la pobreza cuando se encontrasen sin posibilidad de valerse por sí mismos. Bastante triste les resultaba a muchos perder la razón de sus vidas, es decir, lo que les ocupaba, satisfactoria o insatisfactoriamente, la mayor parte de su día a día en una sociedad que los integraba en el uso del trabajo pero no en el uso del ocio, una sociedad con la suficiente mala conciencia como para inventarse lo de la tercera edad por seguir obviando un problema que comenzaba mucho antes y del que todos eran -somos- responsables, incluida una tercera edad que también fue joven.

Ahora sólo nos lo dicen los agentes de seguros, cuando vienen a ofrecer un plan de jubilación: "Usted ya sabe que dentro de unos años la Seguridad Social irá a la quiebra, que el país no puede sostener las pensiones como hasta ahora; y fíjese lo que son ahora..., que sólo dan ya para malvivir". La misma publicidad ha cambiado el diseño radicalmente: el mensaje ha pasado de la preocupación de los padres por el futuro de sus hijos a la preocupación de los hijos por el futuro de sus padres. Es decir, un día la amenaza de la pobreza para aquel que no se haya dejado una pequeña fortuna a lo largo de su vida (y al que nadie garantiza que un corrimiento de tierras financiero no vaya a dejarle tan desnudo como vino al mundo) será una realidad que poco a poco todos estamos asumiendo como irremediable.

Yo quisiera hablar ahora de la crueldad de Estado, porque el Estado, con una lógica implacable, parece dedicarse más a administrar las catástrofes que van a surgir del nuevo orden económico- social que a evitarlas, diluirlas o contrarrestarlas. El asunto de la Seguridad Social es una muerte anunciada ante la cual todo lo que el Estado es capaz de hacer es ir filtrando tal idea del mismo modo que ante una guerra anunciada se suele ir alimentando paulatinamente en la ciudadanía la conciencia de su inevitabilidad, de modo que al declararla se haya convertido en una necesidad pública. Así, han puesto en marcha -o dejado hacer, por decirlo más finamente- a las compañías de seguros, bancos, etcétera, para que, captando clientes de planes de pensiones y de jubilación, y preocupándolos por el futuro de sus padres como futuro de sí mismos, se vaya inoculando el virus de lo inevitable. Que o bien nos hacemos cargo de nuestra propia y personal seguridad social -lo mismo que nos hemos convertido en recaudadores de nosotros mismos para Hacienda- o moriremos en la miseria. Hoy en día -añaden- es así en cualquier país moderno, en Estados Unidos, en... Y en este umbral se detiene su pensamiento, pero no así el sacrificio de al menos unas cuantas generaciones de trabajadores. Para una sociedad que busca la competitividad como valor de cambio es un eslogan algo desanimante a largo plazo pero efectivo a corto. Es natural.

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Unos papeles filtrados a propósito de la actitud que tomar por el funcionariado ejecutor de la reciente y polémica subida catastral -donde, por cierto, los ciudadanos se movieron antes que los partidos, lo que potencia el valor de sus votos- dicen que Hacienda nos considera "el enemigo" a los ciudadanos. Debo decir que los esfuerzos de Hacienda contra el fraude fiscal, y sus resultados, son encomiables y necesarios, tanto como que uno de los mandatos del ciudadano a su Gobierno es que se ocupe de recaudar impuestos tan correcta y eficazmente como de redistribuir con idéntico afán lo recaudado; y yo añadiría que tan enérgicamente; pero lo que no admito es la confusión entre energía e inhumanidad, lo que no veo es la necesidad de la crueldad del Estado, la ejecución salvaje y unidimensional de una norma, la inflexibilidad militar de una ocupación y el frío cálculo del número de bajas reducidas a una cifra o un porcentaje.

No es para eso por lo que el ciudadano entrega su voto y delega su poder. De hecho, un problema sustancial del nuevo siglo a cuyas puertas nos encontramos será la redefinición de la relación entre el individuo y el Estado. A mí me cogerá ya algo mayor, quién sabe si camino de la pobreza, pero el asunto es viejísimo en nuestra civilización. Sófocles lo planteó, desde la cuna de Occidente, en su Antígona. "La Antígona" -señala George Steiner- "dramatiza la urdimbre de lo íntimo y lo público, de la existencia privada y de la existencia histórica". Ante este planteamiento del problema confieso que la actitud actual de la tecnocracia gubernamental me parece desesperadamente pobre.

Quizá sea un buen momento para releer a Sófocles; el ciudadano, al tiempo que las condiciones contractuales de la póliza de su al parecer inevitable plan de pensiones; el Estado, cada vez que tienda a dictar una de esas normas o a efectuar una de esas ejecuciones pro modernidad de la patria en las que superponen con inquietante persistencia su orgullo de destino histórico a su sensibilidad democrática.

José María Guelbenzu es escritor.

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