En la madriguera
A PRINCIPIOS de 1989, el imam Jomeini decretó que todo fiel mahometano estaba obligado a matar al escritor Salman Rushdie, en castigo por un fragmento de su novela Versos satánicos considerado blasfemo. En estos días, Rushdle ha asomado subrepticiamente la cabeza, y, de inmediato, unos clérigos iraníes, rechazando con terquedad cualquier posible reparación, incluso el arrepentimiento, han ratificado la pena de muerte, que "no podrá ser levantada por nadie nunca"; ni siquiera por el dios ofendido, cuya voluntad ejecutan en este mundo quienes actúan no tanto como defensores de la fe, sino como falanges.La repulsa internacional frente a esa exhibición de fanatismo ha logrado preservar la vida del escritor, a cambio de una reclusión absoluta en un refugio ignoto, especie de celda de la muerte a la que jamás llegará el indulto. Sin haber oído hasta la fecha a la divinidad supuestamente injuriada, hay que atenerse a los intereses terrenales que encubren el celo mortíferamente religioso de los jueces iraníes. También en España, país predominantemente religioso, fue mayoritario el rechazo a esta incitación al asesinato. Se comprobó en 1989 que no en balde nuestra Inquisición había sido abolida en 1834 y la blasfemía despenalizada en 1988, años después de que desapareciese de las tabernas la vergonzante prohibición de blasfemar bajo multa de 50 pesetas.
Sería congruente que las jerarquías eclesiásticas occidentales pronunciasen en el caso Rushdíe una llamada a la clemencia misericordiosa. Simultáneamente habrá que confiar en que, en estos peculiares momentos de relación con naciones de religión mahometana, la diplomacia de todo país civilizado, incluida la vaticana, recuerde que, mientras Rushdie no recobre la libertad, parte de la nuestra continúa en su madriguera.
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