El amigo Fritz
Hará muy pronto dos años, precisamente el próximo mes de enero, almorcé por última vez con Friedrich Dürrenmatt en un conocido y ruidoso restaurante de Madrid, adonde él había ido a supervisar el montaje de su obra Frank V. En cuanto hubo de gustado con fruición las tres o cuatro primeras copas de un Rioja vernacular, el buen humor que había ido consolidándose a lo largo de la mañana, durante una visita al Museo del Prado, se manifestó entonces en toda su histriónica vivacidad.Fritz, así lo llamaban los amigos, era diabético y, como todo el mundo sabe, los diabéticos no pueden ingerir alcohol. Pero Fritz, cuando estaba de buen humor, se saltaba la diabetes a la torera, y, cuando no lo estaba, bebía para olvidar que era diabético... iCosas de escritores! En particular, de los que, como él, ya no esperan gran cosa, ni de su vida ni de la de los demás.
A Fritz ya no parecía divertirle realmente otra cosa que aislarse para escribir novelas, ir al Museo del Prado, comer bien y tomar copas hasta reventar. ¡Ni el teatro, él, el gran dramaturgo, tantas veces premiado y representado en el mundo entero, le atraía ya! Refiriéndose al montaje madrileño de su Frank V, del que, en aquel momento aún no estaba satisfecho, me decía mientras partía con maestría el mejor lenguado de, mundo: "Hoy el teatro ya no es palabra, es un simple despliegue de medios técnicos, un espectáculo circense. El teatro, la esencia misma del teatro, se ha acabado, y yo sobro en todo esto".
Ahora, lo que le interesaba era la filosofía de la ciencia y el arte, y por eso había pasado la mañana en el Prado dedicándose exclusivamente a Velázquez. "Uno jamás se cansarla de mirar un cuadro de Velázquez, cualquiera. Tiene el don de introducirte en la tela, de envolverte en la historia de lo que estaba ocurriendo en el momento en que él la pintaba. Y, cuando decides regresar a la realidad, te das cuenta de que ya no ves el mundo que te rodea como antes, ves que los que miran sus cuadros son como personajes que han bajado de la propia tela", y se puso a dibujar en un bloc a distintos tipos de gente que, según él, y como él, contemplaban la obra del pintor. No le pregunté dónde en la obra de Velázquez había visto a un chino, por aquello del respeto por las licencias del artista, pero sí guardé los dibujos porque, aunque trazados con sarcástica mano de bebedor empecinado, me parecieron divertidos, teniendo en cuenta que Fritz también era pintor, con obra expuesta en importantes galerías.
El caso es que entre nostalgias, disquisicíones sobre el tiempo y la perennidad del arte, dibujos, chismes literarios y chistes irreproducibles, fue cayendo la tarde entre risas y repentinas caídas en la solemnidad hasta que decidimos poner fin a aquel encuentro, en el restaurante ya desierto y bajo la mirada malhumorada de un camarero, brindando gallardamente con el último y contundente orujo de Potes.
Sé que a él le gustaban las imágenes que elijo para la cubierta de sus libros. Por eso estaba a punto de enviarle, con una nota referida a la extraña ilustración de éste, un ejemplar de nuestra edición de su última novela, recién salida de la imprenta, El Valle del Caos, cuando, esta mañana, me entero de que ha fallecido. Si existe en otro reino esa Justicia isobre la que él tanto escribíó, y de la que tan poco esperaba en éste, no le compadezco, porque hoy estará sin duda celebrando, con suculentos manjares y vinos cardenalicios, en compañía de los dioses del Olimpo, el fin de sus males terrenales y la inmortalidad de su obra.
Babelia
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