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Europa frente a la guerra

Xavier Vidal-Folch

Europa se juega en el Golfo bastante más que unos barriles de petróleo. Se juega una forma de hacerse políticamente y un estilo, una manera de hacer política. Dos construcciones que incomodan en algunos ambientes. Desde el otro lado del Atlántico, ciertas voces jalean el protagonismo de superpotencia de Estados Unidos al tiempo que, contradictoriamente, lamentan sus costes, cuando no hay en la historia ejemplos de hegemonía gratuita. Así, un periódico tan prestigioso como The New York Times se ha dolido de que, de una u otra forma, EE UU "pagará la mayor cuota de costes, en sangre y dinero", lo que considera "desleal e inaceptable". Su punto de vista es que sus aliados han contribuido "sólo en la cuota mínima necesaria para aplacar al Congreso".Esta visión de las cosas resulta simplista, y no sólo porque al hablar de sangre da por supuesta la contienda. Olvida también que en el pulso internacional por lograr la retirada iraquí de Kuwait el embargo es, al menos, tan básico como el apoyo defensivo a otros países del entorno. El instrumento de este embargo es la flota de 83 barcos que lo sostiene. De ellos, tres son australianos, y el resto se reparte por mitades exactas entre los países europeos y Estados Unidos. ¿Es ésa una "cuota mínima"? ¿Representa acaso un escaso esfuerzo de los países europeos? Constituye por lo demás un futurible nada obvio que el mayor coste de una conflagración vaya a recaer inequívocamente en Estados Unidos. No parece descabellado pensar que -en según qué condiciones- una guerra pueda acabar perjudicando a largo plazo, sobre todo, a la seguridad europea, por su cercanía con el escenario bélico y por el enajenamiento de buena parte del mundo árabe que pudiera producirse.

Pero es que la contribución europea a la causa de la paz en el Golfo tiene un alcance mucho mayor. Junto a la Unión Soviética, aunque por distintos motivos, Europa viene poniendo el énfasis en un desenlace no violento de la crisis. Es decir, una solución política, con enraizamiento regional y de carácter global:

1. Política, porque mantiene como palanca más preciada el consenso internacional a través de la diplomacia y la ONU, y de instrumentos como el embargo.

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2. Con raíces regionales, es decir, con protagonismo árabe, para que sea duradera y aleje la apariencia o la perspectiva de un enfrentamiento Norte-Sur.

3. El arreglo debe ser global, aunque se instrumente en un calendario por etapas, y debe constituir el principio del fin de todos los litigios de la región, Líbano e Israel incluidos. Porque, como bien ha dicho André Fontaine, "se burla del mundo quien sostenga que todos estos problemas no están ligados". Si bien es cierto que una anexión como la efectuada por Irak no tiene parangón histórico desde los años treinta -ni siquiera en los territorios ocupados por Israel-, también lo es que algún día deben cumplirse todas las resoluciones de Naciones Unidas referidas al área.

Con este énfasis en la salida política, Europa no sólo ha aportado mayores dosis de legitimación a las actuaciones de los aliados. Ha insistido en la única vía que quizá pueda evitar el derramamiento masivo de sangre. Y ha contribuido decisivamente a sujetar, por lo menos hasta ahora, a la política norteamericana en el campo de la búsqueda de un final pacífico, incluso en la tesitura de la escalada de presión, de doble filo, que supone el ultimátum para la devolución de Kuwait antes del 15 de enero de 1991. ¿Acaso esa labor de sujeción es una contribución desechable?

Otras lamentaciones críticas hacia la Europa comunitaria, de signo contrario a las procedentes de Washington pero igualmente inexactas, son las de quienes creen que los Doce han practicado un ovino seguidismo respecto del gran hermano, sin aprovechar la coyuntura para avanzar en el propio proyecto europeo. Como escribió Regis Debray en estas mismas páginas defendiendo esa idea, "Europa se ha dormido poco a poco dejando tras la pantalla de la ONU su cerebro y su libertad de decisión sólo en las manos del tutor norteamericano".

Este tipo de visiones a lo Casandra menudean ante cada avance histórico de la unidad europea y recortan en filigrana la divina impaciencia tanto de europeístas maximalistas como de turiferarios del Pentágono. El coro de lamentadores del pragmatismo olvida algo esencial: que la nación de los Estados Unidos de América del Norte cuenta 200 años de construcción efectiva, mientras que la nación europea apenas lleva un prólogo de 30. Para curar el absceso del pesimismo en los pronósticos bien vale recordar que el gran glosador de la democracia federal americana, Alexis de Tocqueville, temía que "precisamente por ser [los norteamericanos] 100 millones y formar 40 naciones distintas y desigualmente poderosas, el mantenimiento del Gobierno federal no será ya más que un accidente afortunado", porque "tiende cada día más a debilitarse". Esa profecía ha cumplido 155 años de desmentidos.

¿Pueden los europesimistas ignorar, sin incurrir en el desprecio de los datos, la aceleración que en los cuatro últimos meses, al compás de la crisis del Golfo, ha experimentado el proyecto comunitario? Pese a que este, continente se halla en el cenit de un cambio revolucionario -de revolución liberal y democrática- y que en el último año ha debido afrontar los sobresaltos de mayor calado del último rnedio siglo, con la digestión de la unidad alemana en primerísimo término, el proceso de unidad europea no se ha paralizado. Avanza gracias al despliegue autónomo de una vis federativa a la que también contribuye la existencia de incertidumbres externas, de adversarios corrierciales y políticos, que no necesariamente se transmuta en obsesión por el enemigo exterior. La aportación de Europa a la soluel ón pacífica del conflicto está revirtiendo directamente en una aceleración de la construcción europea. La comunidad se edifica a sí misma al construir una política de paz y firmeza.

En poco más de 100 días de conflicto, los avances han sido modestos, pero relativamente espectaculares en asuntos nucleares para la organización de una soberanía: ejército, política exterior y moneda. En el plano militar, la Unión Europea Occidental (UEO) era hasta ahora poco más que unas siglas. Francla se escudaba en ellas para aparentar una independencia estratégica europea frente a Estados Unidos y realzar la force de frappe autónoma. Las siglas Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior han empezado a dotarse de cuerpo, adoptan carta de naturaleza y ya se discute la integración de la UEO en la CE. Las unidades navales enviadas por los países comunitarios a la zona del golfo Pérsico llevan, con todas las limitaciones del caso, su impronta coordinadora.

Se han esbozado unos rudimentos de política exterior común. Aunque no siempre fáciles de poner en práctica, en estos meses han surgido ideas sugestivas: en lo institucional, la propuesta de Giulio Andreotti de dotarse de una representación común en el Consejo de Seguridad; en lo estratégico, la reclamación por el Consejo, la Comisión y el Parlamento europeos de una solución global, aunque no simultánea, para el conflicto de Oriente Próximo, siguiendo la idea lanzada por François Miterrand de un plan en cuatro fases.

Y se ha avanzado, con vaivenes, hacia la unión monetaria. La crisis petrolera ha concitado automáticamente el fantasma de la recesión. Con ella, la probabilidad de que los países menos avanzados puedan crecer menos de lo necesario para recuperar la distancia que les separa de los otros hizo surgir el miedo a la Europa de las dos velocidades. Al final se logró, como siempre, el compromiso, aun a costa de retrasar un año el inicio de la segunda fase del Plan Delors. El Reino Unido se ha integrado en el Sistema Monetario Europeo. Definitivamente el aislacionismo thatcheriano se bate en retirada dentro del mismo conservadurismo británico, y eso sucede, lo que es tanto o más decisivo, a instancias de la City y sus vehículos de opinión, el Financial Times y The Economist.

Todo ello, defensa, política exterior y moneda, desembocará este diciembre en las conferencias intergubernamentales para la reforma, compleja, de los Tratados constitutivos de la Comunidad. Ciertamente, estaban previstas desde antes del 2 de agosto, pero a partir de entonces las urgencias han madurado las conciencias.

Para esta construcción europea, para la causa democrática en general y para la economía mundial sería una mala noticia que el resultado final fuera un enfrentamiento militar en Oriente Próximo. Nadie pone seriamente en duda que la guerra ha empezado, la empezó el Ejército invasor iraquí el 2 de agosto. Se trata sólo de dilucidar si la respuesta debe ser también obligatoriamente bélica o, por el contrario, se deben agotar los medios pacíficos, el embargo, la unanimidad internacional y la presión diplomática. Quienes discretamente o a voces propugnan utilizar las armas en estos momentos obvian las consecuencias inmediatas de su opción.

Para la economía mundial, la respuesta bélica sería desastrosa porque agravaría la incipiente recesión, colocaría de entrada el barril de petróleo a 100 dólares y dispararía los tipos de interés. Sin que a cambio, a diferencia de lo que sucedió en la II Guerra Mundial, el aumento del gasto militar pudiera tirar, como locomotora, de la demanda: hay grandes existencias de material bélico acumuladas en los últimos años, y EE UU y otros países europeos exhiben cuantiosos, déficit presupuestarios, que hacen difícil esa hipótesis.

Para la causa de la democracia en el mundo el conflicto armado es una nefasta perspectiva. Aunque la guerra fuese rápida y sencilla (nunca limpia) su desencadenamiento significaría que ha fracasado el principal instrumento de la democracia, que es la fuerza de la razón. Pero más probablemente la guerra sería complicada: eso es lo esperable a estas alturas del desarrollo armamentístico nuclear y químico. Como estas cosas se sabe a lo mejor cómo empiezan pero no cómo y cuándo terminan, un episodio particularmente duro -un determinado umbral de muertos por ejemplo- puede provocar un giro espectacular en la opinión internacional, y más en la española, poco informada, frágil y heredera de décadas de autarquía. ¿Quiénes pescarían en el río revuelto? Quizás los falsos pacifistas de adscripción autoritaria. Muy probablemente, en Estados Unidos, la derecha de los republicanos, ese grupo ultra desengañado por la timidez del reaganismo, que critica el compromiso de Bush en el escenario del Golfo, bajo el lema implícito de allá se las compongan. O en Francia, el filofascismo de Le Pen, que se ha presentado torticeramente en este asunto como abanderado del pacifismo, usurpando la retórica gaullista antiamericana y arabista.

Y las consecuencias de una guerra serían graves también para Europa. Probablemente para su seguridad, como se ha apuntado. Pero también indiscutiblemente para la manera de hacer europea. Frente a quienes no salen del arquetipo según el cual la guerra es la inevitable continuación de la política por otros medios, la Europa comunitaria ha defendido en su conjunto que la política debe ser la respuesta a la incitación belicista. Esta estrategia ha permitido a los Doce avanzar en el camino de la unión. De modo que la guerra sería, ahora mismo, la demostración más palpable del agotamiento o el fracaso de esta idea, de un fracaso también europeo.

Insistir en la solución política, en agotar las posibilidades del embargo, no equivale a propugnar una estrategia de apaisement, apaciguamiento o amansamiento. La tentación de ofrecer compensaciones y perdón antes de la confesión del pecado y el propósito de la enmienda ya resultó funesta en los años treinta: a la postre de nada sirve, más que para reforzar al agresor. Por eso nadie debiera confundir la posición centrada en la firmeza política internacional, más acá de lo militar, con la de la claudicación.

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