Muerte de frío
Los negros son muy duros y apenas se quejan. Eso lo decía el martes último un misionero comboniano, que los conoce bien. Son duros, jóvenes y apenas se quejan porque no tienen quién les oiga. Por ejemplo, dos jóvenes negros fueron en peregrinación el lunes último a dos instalaciones sanitarias de Madrid porque uno de ellos, duro, joven, negro y nigeriano, tenía un dolor en el pecho. En ningún sitio le prestaron atención porque nadie sabía su idioma y además en uno de esos centros -en la Cruz Roja- habían cerrado precipitadamente. Al fin, este hombre doblemente desahuciado -exiliado y enfermo- murió de una neumonía. El lenguaje de la muerte es implacable: no tuvo asistencia pero tuvo autopsia.Eso es lo que dicen las noticias: un nigeriano de 32 años murió de frío en Madrid. Hace años, el poeta español José Hierro se encontró en un periódico de Nueva Jersey, en Estados Unidos, una esquela escueta que avisaba de la muerte fría de un emigrante español. "Un español como millones de españoles". Hierro recortó la esquela, la guardó, y escribió sobre su contenido esencial un poema memorable. "Antes, cuando moría un español se mutilaba el universo". Aquel español no había muerto de héroe ni de conquistador: acaso se había ido a curar el frío de entonces en un territorio más abundante, y había acabado sin historia un fin de semana, tendido en la casa funeraria de Haskell, en Nueva Jersey. "No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar". Un español sin historia en los ojos del poeta.
Aquel español, como millones de españoles que encontraron la muerte en el extranjero, falleció de la desidia con la que la vida sepulta a la gente en la desesperación y en la diáspora. La imagen de Antonio Machado solitario y barbudo en Colliure, al borde de una muerte fría y desolada, después de una guerra que le dejó con una maleta en la mano, es otro poema póstumo sobre esos hombres que mueren en plena calle del mundo, azotados por el frío que soplan los otros.
Antes, acaso, esos muertos sin historia, e incluso los otros, los que la sufrieron, tenían su poeta póstumo, unas palabras de recuerdo en una esquela de un diario de Nueva Jersey, pongo por caso. Ahora la velocidad con la que camina la historia por el suelo urbano sepulta a esos muertos con la crónica perpleja de un joven periodista que por vez primera en su vida tiene que escribir sobre un teclado voraz que un hombre se murió de frío en un sótano del centro de España.
Un emigrante como cientos de ellos, duros y jóvenes pero negros, perplejos en un horizonte que huele a humo y a gas, y ambulancias que ya modulan de otra forma el ruido de Madrid. Lo leemos como leemos que se viaja a la Luna con pasaporte y con dólares: un emigrante se murió de frío en la plaza de España.
En Nueva York los recogen en estas fechas para darles calor y evitar así que la dureza del clima acabe con su propia dureza, adquirida sobre el asfalto que ha sido su techo y su cama. Evitar el espectáculo. Aquí se muere de frío en la tradición y en el verso: "¡Ojú, qué frío!, los andaluces", decía el mismo Hierro. Pero todavía no se ha instalado entre nosotros la cultura terrible que avisa de que también se muere de frío, y en los ambulatorios no entienden aún que -el color no es obstáculo para el fallecimiento.
Sigue sobrevolando en torno a la sociedad de la abundancia el brumoso malentendido de la desidia, y los hombres viven, se desarrollan y mueren en medio de su propia perplejidad, abandonados cerca de una alcantarilla, rotos a la puerta del metro, de una cuchillada al salir del cine. Se muere en la calle y también existe la muerte entre las flores. Luego pasamos la página y nos olvidamos por un instante eterno de que la gente se muere aunque sea negra.
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