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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Rebelión fiscal

ENTRE EL deseo y la realidad hay a veces un abismo. En la reforma del catastro, el abismo es sideral, y no parece que el Gobierno sea bastante sensible al asunto como para hacer la rectificación necesaria y salvar el enorme conflicto que se avecina. El deseo, técnicamente plausible, de acercar los valores oficiales a la realidad del mercado inmobiliario se está estrellando contra la realidad: miles de ciudadanos están recurriendo los nuevos valores catastrales fijados para sus viviendas, y bastantes más, entre los 13 millones de ciudadanos afectados, se sienten atemorizados.Se sienten atemorizados porque no se les ha explicado bien el alcance de la medida (una cosa es que se aumente la base imponible y otra que la deuda tributaría crezca, eso depende de los tipos de cada impuesto afectado), o porque no confían en que el alcance sea tan aséptico como Hacienda proclama (y temen un aumento automático), o porque sencillamente se ha hecho demagogia con este asunto. La realidad es que ni la reforma se ha explicado bastante, ni parece que esté bien calculada, ni se ha escalonado en el tiempo.

Sean cuales sean las explicaciones, el resultado es el surgimiento de indicios claros de una fronda fiscal, en la que se conjugan motivaciones de toda índole y que por eso mismo amenaza convertirse en una rebelión fiscal a toda escala, en una reedicción del 14-D a nivel tributario. Atrincherado en el bunker tecnocrático, en la excelencia de la intención modernizadora que le anima, el Gobierno se resiste a dar marcha atrás. Como máximo, el Ejecutivo estaría dispuesto a neutralizar los efectos alcistas de la medida en los impuestos sobre la renta de las personas físicas y sobre el patrimonio, según comunicó ayer el ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, al Grupo Parlamentario Socialista.

Los especialistas admiten que para una transparencia estadística, que es necesaria, conviene la puesta al día de los valores catastrales, porque facilita la afloración de numerosos bienes inmuebles que permanecían ocultos a la contabilidad nacional y al fisco, y eleva los niveles de la seguridad jurídica en las transacciones inmobiliarias. Pero su torpe instrumentación ha provocado una justificada alarma. Es cierto que un incremento en la base impositiva puede compensarse con una modificación proporcional a la baja de los tipos aplicados. Pero el Gobierno no puede garantizar esa compensación porque no es competencia suya, sino del Parlamento en unos casos (IRPF, patrimonio) y de los ayuntamientos en otros (la antigua CTU).

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La cuestión es de forma, y la forma es tan importante en democracia que un asunto aparentemente técnico, si es importante y se instrumenta torpemente, acaba convirtiéndose en un problema político de primera magnitud. Pero el asunto también es de fondo. La equiparación sin más del valor catastral de los bienes inmuebles a su precio en el mercado tiene graves consideraciones en contra sin una aproximación suave, teniendo en cuenta que en el alza de los precios inmobiliarios de los últimos años hay un componente fiscal de primer orden: la canalización de dinero negro a este sector. La especulación repercutiría así ahora negativamente sobre la mayor parte de propietarios de viviendas, que disponen de ellas en su valor de uso y no de cambio. También desde esta perspectiva, ¿es congruente que la posesión de una vivienda que no produce rendimientos explícitos, y sí gastos, repercuta en el incremento del impuesto sobre las personas físicas, aunque se anuncie una reducción del tipo (del 2% al 0,75% del valor de la vivienda)? ¿La renta es un flujo o un stock?

No es fácilmente digerible que valores catastrales que han sufrido hace tres años un aumento de hasta un 300% sean nuevamente multiplicados por otro tanto. Lo que debería ser, en todo caso, el final de un proceso explicado y socialmente aceptado se convierte en una decisión repentina impuesta a los ciudadanos. La descoordinación de la Administración y su desconocimiento de las normativas que regulan los diversos tipos de viviendas agrava el caso. Centenares de miles de propietarios de viviendas protegidas se encuentran en estos momentos implicados en la reclamación de derechos que les corresponden y que, sin embargo, han sido olímpicamente desconocidos por la Administración. La movilización social generada contra el arbitrismo que rezuma esta forma de gobernar es explicable. Y es lícita. Los ciudadanos plantean y plantearán recursos en masa. ¿Acaso eso es lo que esperaba Hacienda? ¿Pretendía corregir los defectos de la norma con su posterior examen caso por caso, recurso por recurso, en detrimento de los menos informados, más débiles o menos asesorados? Si es así, ¿puede permitirse este Gobierno, cualquier Gobierno, jugar tan frívolamente con fuego?

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