Dejar en paz la Antártida
ES UN enorme continente helado, lejano, inhabitado y casi desierto que atesora, junto a perspectivas y ambientes inéditos, posibles respuestas a preguntas sobre la historia reciente de nuestro planeta, su delicado equilibrio ambiental y su futuro. Y también, y ésa es la fuente del problema, atesora recursos minerales y energéticos cuya explotación puede despertar el interés de Gobiernos y corporaciones.Pero esos recursos no son imprescindibles para nadie. Y menos para los países que han mostrado algún tipo de reticencia a la firma de un tratado de prohibición de toda actividad de extracción o de explotación de materias primas en la Antártida, aun cuando estén de acuerdo en la firma de una moratoria para ese tipo de actividades. Esos países -Estados Unidos y el Reino Unido, en concreto-, que se cuentan entre los más prósperos, se caracterizan también por un intensivo consumo de materias primas y energía. La acuciante falta de recursos materiales y energéticos de una importante parte de la población mundial no encontrará alivio en que justamente la otra parte aproveche ese último rincón virgen de nuestro planeta. Ese alivio vendrá de un mejor reparto y un uso racional de los recursos, y de los saberes y las tecnologías que permiten sacar partido de los mismos.
La actividad industrial en la Antártida, por moderada que sea, a buen seguro alterará el difícil equilibrio de su atmósfera, de su fauna, -de su helada superficie y de sus aguas, en las que se genera el famoso krill, esencial para mantener la cadena alimenticia de las especies biológicas marinas.
Dejemos, pues, en paz a la Antártida. Ello implica llegar a un acuerdo internacional, en discusión estos días durante la celebración de la XI Reunión Consultiva Especial del Tratado Antártico, en Viña del Mar (Chile), que limite drásticamente la actividad humana sobre el continente antártico reduciéndola a los trabajos científicos imprescindibles, al tiempo que se mantiene una constante evaluación y un control sobre sus efectos y consecuencias ambientales. Un acuerdo que complete el Tratado de la Antártida, de 1959, que prohibía su utilización con fines militares, y, sobre todo, la convención de 1988 que regulaba, aunque no excluía, las actividades mineras en el continente.
Estamos, afortunadamente, a tiempo aún de preservar esa región y no someterla a las agresiones que han sufrido, y están sufriendo, otras zonas vitales del planeta como la Amazonia, víctima de la rapacidad y de la codicia de algunos, y cuya necesaria regeneración es hoy harto más costosa que lo que hubiera sido su protección a tiempo. Seamos radicales autolimítando nuestra demostrada capacidad de intervenir en la Antártida, no porque debamos ajustar nuestra conducta a preceptos sagrados, sino como un ejercicio de razón y de previsión. Las generaciones venideras nos lo agradecerán.
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