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Tribuna:ADIÓS A LA 'DAMA DE HIERRO'
Tribuna
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Epitafio para una líder

Normalmente, cuando los primeros ministros británicos dimiten, el hecho no provoca ningún impacto emocional en la vida de la nación. De vez en cuando hay una sensación sincera de conmoción y, para mucha gente, de pena. Así sucedió cuando Wínston Churchill dimitió finalmente en 1955, aunque el suceso fue amortiguado por una huelga de prensa. Ahora se repite con la dimisión de Margaret Thatcher. La conmoción deja su huella. Siempre recordaré dónde estaba, a un par de pasos del teléfono en nuestro cuarto de estar, igual que recuerdo que estaba ante el ascensor en la vieja Thomson House, en Grays Inn Road, cuando me enteré de la noticia del asesinato del presidente Kennedy.¿Por qué tantos de nosotros sentimos tanto la dimisión cuando sólo unas horas antes reconocíamos su necesidad, y quizá la habíamos considerado probable durante al menos unos cuantos meses? En parte es porque sus 11 años largos en Downing Street han hecho que la señora Thatcher domine la imaginación pública de una forma en que ningún primer ministro lo ha hecho desde Winston Churchill.

Las cosas de las que todos hemos llegado a reírnos, como su uso del "nosotros" mayestático (cuando dijo, por ejemplo, "somos una abuela"), parecen ahora entrañables, e incluso sinceras. Después de todo, ella era el Gobierno, hasta un grado poco común entre los primeros ministros. Su dominio de la política era mayor que la de ningún premier de la época moderna, mayor incluso, ciertamente, que la del propio Winston Churchill.

Su carrera ha sido extraña. La conozco desde hace casi 45 años, desde que ambos pertenecíamos al comité de la Asociación Conservadora de la Universidad de Oxford, en 1946. Era seria, trabajadora y profundamente conservadora, pero nadie pensaba en la posibilidad de que llegara hasta donde llegó. Su principal interés político, que heredó de su padre, se centraba en el gobierno local. Si me hubieran pedido entonces que predijera su futuro político hubiera pensado que podría ser ministro de Educación -que lo fue con Ted Heath-, pero nunca me hubiera imaginado que pudiera ser primer ministro.

Joven candidata

La vi una o dos veces cuando ambos éramos jóvenes candidatos conservadores en los años cincuenta. Los dos estábamos buscando un buen puesto para las elecciones de 1959, pero nunca coincidimos en la misma lista. Mi amigo Peter Goldman se presentó contra ella en la candidatura para Finchley, y contó con el respaldo del aparato. Se dijo que el presidente de la asociación de Finchley había telefoneado a lord Hailsham, entonces presidente del Partido Conservador, y se había quejado de que le dieran a elegir entre una mujer y un judío. El fuerte componente judío de su distrito electoral demostró ser pieza importante en las amistades que hizo, Y en sus simpatías hacia los miembros judíos de su Gobierno.

A partir de 1959 fue una miembro joven, enérgica y eficaz del distrito, adoptando la defensa del acceso de la prensa a las reaniones del gobierno local. Pero no era más conocida en esa etapa de su carrera que cualquier otro de los 20 miembros menores del Parlamento, todos duros trabajadores. Fue nombrada secretaria parlamentaria adjunta del ministro de Pensiones y Seguridad Nacional en 1961 y permaneció en ese puesto hasta la derrota conservadora de 1964. Era un trabajo singularmente oscuro, reservado normalmente para gente dura sin grandes aptitudes, que es como creo, era considera da entonces.

Fue secretaria de Estado para Educación en el Gobierno de Heath. No hubiera conseguido ese puesto si sir Edward Boyle, el ministro en la sombra, no se hubiera retirado de la política. Fue una secretaria de Estado diligente, pero no original. Hizo poco o nada por interrumpir la política de convertir los institutos de segunda enseñanza en institutos de bachillerato.

Como un tulipán

Así que toda su carrera política se parece más bien a un tulipán hay, un tallo largo y verde que representa la carrera de un político-funcionario muy corriente, aunque útil; después viene la flor. El florecimiento comenzó con la lucha por el liderazgo, en la que casi por accidente se convirtió en la candidata de los que deseaban echar a Edward Heath. Pero, como la mayoría de los accidentes políticos, se basaba en un hecho real. Margaret Thatcher tiene una voluntad política excepcional que nunca la ha abandonado, ni en los buenos ni en los malos tiempos.

El periodo que va de 1975 a 1979 fue el que la formó y el que le proporcionó las ideas que conformaron su concepto de la Administración. Personalmente no creo que en 1975 tuviera ideas muy diferentes de las de otros del ala más derechista del Gobierno de Heath. Ciertamente, en esa etapa no era una intelectual política al estilo de Keith Joseph. Uno podía haber hablado de josephismo, pero no existía cosa alguna que se pudiera denominar thatcherismo.

Como líder de la oposición, era notable el que emplease tanta energía en pensar como en actuar. Por supuesto, tenía que hacer toda la propaganda, pronunciar discursos sin fin por el país, intervenir en la Cámara de los Comunes, plantear preguntas al primer ministro, y así sucesivamente. Pero eso no es lo que yo recuerdo. La puedo ver ahora una estudiante madura de Teoría Política, escuchando al profesor Hayek y convirtiendo sus actitudes conservadoras básicas en una filosofila política seria derivada de los modelos liberales clásicos y de la escuela austriaca. Su concepción monetaria tenía también una base académica profunda, aunque pertenecía más a Friedman que a Hayek.

De este modo llegó al poder, en 1979, con un concepto del Gobierno. Eso hubiera sido cierto en el caso de Hugh Gaitskell si hubiera vivido; en el caso de Ted Heath sólo lo era en lo que respecta a política europea; otros primeros ministros desde 1951 han sido de un pragmatismo casi puro. Mi propia idea política podría describirse como monetarismo austriaco, pero nunca me hubiera considerado a mí mismo como un thatcherista. Había otros componentes en la mezcla.

En su último discurso, en la residencia del alcalde de Londres, Margaret Thatcher apareció vestida con una larga capa de corte isabelino. Mientras continuaba como primer ministro, sus cualidades isabelinas se iban haciendo más aparentes. La autoridad -y especialmente su propia autoridad-, el nacionalismo -y especialmente el nacionalismo contra Europa-, se fundieron con la fuerza de su notable voluntad. Fueron estos elementos los que contribuyeron a su éxito y, al final, a la lucha con sus colegas que desembocó en su dimisión. El nacionalismo y la autoridad no son compatibles realmente con el liberalismo, sino todo lo contrario.

Estas cualidades se reforzaron con las sucesivas crisis de su Gobierno. Se la eligió para que nos proporcionara una moneda fuerte y nos quitara al Gobierno de encima. Pero las peores crisis no se debieron a estos temas. Las Malvinas, la bomba de Brighton, la huelga de los mineros, no eran cuestiones que se pudieran arreglar con una cláusula en un proyecto de ley o un discurso en una reunión del partido. Eran temas de vida o muerte que había que superar con voluntad y determinación, dominando los acontecimientos. Un primer ministro que supera repetidamente esas crisis comienza a parecer más un gran ministro de defensa que un gran ministro de paz, y ella comenzó a tratar a sus colegas como los trataría un ministro de Defensa.

Instinto político

La gráfica de su liderazgo fue siempre muy lábil y con su fuerte instinto político consiguió que los puntos máximos coincidieran con las elecciones de 1983 y 1987. Según pasaba el tiempo comenzaron a surgir dos problemas mortales, más fundamentales que el poll-tax, aunque esto fue una metedura de pata debida al exceso de confianza.

Su fallo mortal fue permitir que volviera la inflación. Debió haber olido el peligro cuando Nigel Lawson abandonó en 1985 la pureza de las teorías de Milton Friedman. Debió haberse dado cuenta en 1986, o a principios de 1987, que se aproximaba otro boom inflacionista como el de Barber. Toda inflación destruye a los Gobiernos, y ella había sido elegida esencialmente para evitar la inflación. Si hubo un ministro que se cargó el thatcherismo, ése fue Nigel Lawson.

Su segundo fallo consistió en que su nacionalismo le impidió seguir con convicción la línea acordada por su Gabinete en lo referente a Europa. Esto condujo, de una forma u otra, a la dimisión de cinco ministros. La de Geoffrey Howe, el más fiel de todos sus compañeros, fue fatal, ya que había hecho mucho por construir su Gobierno y su dimisión lo destruyó.

Hay una razón más sencilla para explicar por qué el Partido Conservador la abandonó. La mayoría de los parlamentarios tories habían empezado a dudar de que pudiera ganar las próximas elecciones. Los ciudadanos pensaban que ya llevaba bastante tiempo en el poder, que los años ochenta habían sido suyos, pero que los noventa debían pertenecer a otro. Había sido primer ministro durante más tiempo que ninguna otra persona en el siglo XX; el instinto popular señalaba que ya había llegado la hora del cambio.

A pesar de todo, Margaret Thatcher ha sido un gran primer ministro. Su Gabinete puede haberla considerado como una mujer de difícil trato. Otros, como yo, que teníamos un trato menos frecuente, no. Nunca le pedí que me dedicara su tiempo más que cuando lo consideré necesario. Siempre respondió cortés, positiva y razonablemente, y con una notable y enérgica capacidad resolutiva. Mucho después de que quien la suceda se instale, la mitad de mi mente seguirá creyendo que ella sigue en Downing Street, y la mitad de mi corazón creerá que debería estarlo.

Copyright EL PAÍS / The Independent.

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