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Sobre la investigación

La situación de la investigación científica en España suscita discontinuas pero intensas atenciones en la opinión pública. Ahí está el debate organizado por el Instituto Universitario de Sociología de Nuevas Tecnologías en Miraflores de la Sierra, que ha provocado recelos corporativos en unos ("nos quieren transformar en Renfe"); en otros, celos analíticos ("conmigo no han contado"), y en los más, una cierta perplejidad cuando se enteraron de que una conclusión del encuentro era brindar al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) una segunda oportunidad.Desde que se gestó la llamada ley de la ciencia, aprobada hace cuatro años, los responsables políticos y muchos científicos no han cesado de pedir un debate público conscientes de que éste es un caso de libro en el que la decisión política tiene que reflejar el sentir de la sociedad. Un asunto a primera vista tan lejano de la vida cotidiana como es la investigación acaba conformando a medio plazo esa misma cotidianidad; por eso, la sociedad tiene que embarcarse en el debate del tipo de investigación que quiere, cuando todavía puede.

Ahora bien, ese debate se juega en muchos tableros. Por lo que se ha sabido del encuentro de Miraflores, el interés se ha centrado en un aspecto fundamental que, por serlo, es objeto de constantes atenciones públicas y privadas. Lo podríamos llamar racionalización de la investigación. Es también el punto de vista dominante en la citada ley de la ciencia. Sobran razones históricas, en efecto, para poner el acento en la programación de recursos, en la coordinación de actuaciones en materia de investigación científica y en la formación de criterios para establecer las líneas prioritarias. Que ésa sea un aspecto fundamental no tiene que significar que sea el único; más aún, si fuera único estaríamos ante un craso ejemplo de corrupción de la razón; de ahí que convenga ya, para desvanecer toda sospecha, abrir otro frente de debate. Me refiero al de la relación entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, que también es el de la relación entre ciencia y libertad o, si se quiere entre el impulso que dio origen a la Ilustración y la historia de la racionalidad occidental.

Cuentan los que de esto saben que Europa está prisionera de una contradictoria herencia. En Grecia se gestó una idea de ciencia sin interés privado ni provecho público; con Galileo, sin embargo, aparece el contrapunto, el concepto de ciencia experimental, que no sólo es interesado, sino que cifra la certeza en la experiencia. Lo de ciencia experimental sonaba al griego cual pura herejía, pues nada tan opuesto a la certeza científica como la experiencia o experimentación. La certeza sólo podía venir de principios teóricos.

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Europa tiene, pues, una doble herencia, aunque de una parte de ella nadie se acuerda. Las ciencias de la naturaleza han ocupado todo el espacio científico, relegando las ciencias del espíritu, como dice O. Marquard, a mera función compensatoria; esto es, a curar las heridas que produce en el individuo y en la sociedad el imparable proceso de progreso propio del desarrollo científico. El éxito de las ciencias de la naturaleza ha seducido en buena parte a las ciencias sociales, que han importado masivamente métodos matemáticos y estadísticos y se han especializado en objetivos económicos y organizativos; a la filosofía se le ha dado a entender que, si quiere pintar algo en el concierto de la razón, se tiene que convertir en filosofía de la ciencia, so pena de arrastrarse hasta el resto de sus días por los arrabales de la razón.

En este viaje del progreso parece que estamos todos embarcados. De poco sirve pedir un alto en el camino para mirar hacia atrás, porque ya se sabe que el progreso sólo mira atrás para horrorizarse (de lo miserables que fueron los tiempos anteriores al progreso). Ahora bien, si se osara mirar se vería que las ciencias del espíritu son el lugar en el que las ciencias de la naturaleza toman conciencia de que son algo más que meras ciencias, porque la ciencia es siempre un proyecto histórico y social.

Si algo caracteriza a la cultura europea es la Ilustración. Lo suyo era plantearse los asuntos de la política, de la ciencia o de la ética en interés del hombre, y no vio mejor camino que aplicar la razón a todos esos ámbitos. No es, pues, la razón moderna una razón abstracta o apática, sino interesada en la humanización; es, por el contrario, el espíritu de una cultura que quiere llegar a ser el despliegue de libertad del sujeto. Ese espíritu también anima a la naturaleza; esto es, la ciencia nace y crece a la sombra de este interés emancipatorio de la razón.

Esos son los orígenes. El resto de la historia se conoce mejor porque es lo nuestro. El desarrollo científico ha perdido de vista al hombre y a la sociedad; de ahí que se pueda hablar de desubjetivización de la razón y despolitización de la política. Para la ciencia, en efecto, el hombre es cada vez más su experimento y menos su recuerdo; el hombre es el resultado de la propia manipulación del hombre y menos el sujeto de una historia, con responsabilidades adquiridas, derechos pendientes, sentimientos de culpa, etcétera. Ahora bien, un hombre sin historia es un ser amoral. No deja de ser significativo que todo lo que tiene que ver con huellas de la vida -la lengua, la historia, el arte y la religión- se relega al cajón de sastre que es la filosofía, y ésta sólo recibirá algún reconocimiento científico si simula el modo de hacer de las ciencias duras al precio de la desubjetivización de la razón: ¿acaso no se nos repite machaconamente que el hombre es una abstracción? Lo concreto son los números.

La despolitización de la política es otro cuarto de lo mismo. El espíritu de la democracia es la voluntad de convertir la decisión política en libertad. Ocurre, empero, que las decisiones cada vez son menos decisiones libres; unas veces porque los mecanismos de decisión están sobrecargados de consideraciones técnicas y otras por deserción del ciudadano, que ha canjeado el gusto de la participación por el papel del cliente del Estado y consumidor de sus servicios, lo cierto es que la metamorfosis tecnocrática resulta imparable.

Desubjetivización de la razón, despolitización de la política, he ahí síntomas de la gravedad del debate sobre la investigación científica, ya que esos síntomas no afectan sólo a las ciencias de la naturaleza, sino también a las del espíritu. La recreación del proyecto ilustrado o humanizante que dio origen a las ciencias modernas se hace así mucho más difícil.

Que no se diga que hay exageración en la descripción del asunto. Cuando se oye decir, dentro y fuera de nuestro país, que "en el Consejo de Ministros no se habla de política" se está expresando la despolitización de la política; cuando, por otro lado, los posmodernos o poshistóricos a lo Fukuyama proclaman la muerte o el fin de la historia, ¿qué hacen sino proclamar la muerte del sujeto al privarle de historia? ¿Cómo van a intervenir las ciencias del espíritu para refrescar la memoria de las ciencias de la naturaleza y recordarles que no nacieron como meras ciencias duras, sino como parte de un proyecto histórico-social, si las propias ciencias del espíritu han dejado en el camino el interés por el hombre y su libertad?

Todo el mundo sabe que la respuesta no es fácil, si respuesta hay. Los gestores de la investigación siempre encontrarán incordiante este tipo de recuerdos. A su favor está la lógica de la competencia y toda una cultura que la sostiene; a su favor está igualmente la crisis del marxismo, que amenaza con llevarse por delante un concepto beligerante y justiciero como el de crítica ideológica. Y ante eso estamos, ante una ideología de la investigación científica que pierde su parte de razón al constituirse en camarera de noche, la que cierra todas las mesas de debate y sólo deja en pie la de la racionalización de la investigación.

En la reflexión sobre la investigación científica, las ciencias del espíritu tienen su lugar. No sólo porque sin su presencia las ciencias de la naturaleza no sabrán por qué están ahí, sino también porque es necesario promocionar la investigación sobre esas ciencias del espíritu para que recuperen su memoria. Ni la empresa privada ni el criterio de rentabilidad económica pueden ayudar en esta faena. Sólo cabe animar a los poderes públicos para que prosigan en este empeño.

Reyes Mate es director del Instituto de Filosofía.

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