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Azaña y la II República

Hora es ya de reconocer plenamente, en este año en que se cumplen los 50 de su muerte, la enorme altura humana, moral, intelectual y política de Manuel Azaña. Implacablemente combatido, e incluso calumniado, por la derecha, que siempre vio en él, y con razón, su gran bestia negra, este genial manchego, nuevo Don Quijote, que nació en Alcalá de Henares en 1880 y llegó a ser el segundo presidente, aunque el verdadero artífice, de la II República española -para terminar muriendo en el sur de Francia, de tristeza, como Antonio Machado, tras el desastre de la guerra civil-, tampoco ha sido bien comprendido por algunos sectores de la izquierda. En todo caso, su nombre ha quedado y quedará siempre unido al de esa II República, con la que se fundió indisolublemente y que le debe muy buena parte de su indiscutible grandeza y también algunos de sus innegables errores.Fue Azaña una extraña conjunción, y digo extraña porque no es frecuente, de intelectual y político. El intelectual se revela en su singular vocación de escritor; la que le movió a evocar su triste juventud con los agustinos escurialenses en El jardín de los frailes; o a componer su curiosa novela Fresdeval, en la que- utiliza como personajes a sus antecesores liberales; o sus extraordinarias Memorias políticas y de guerra, valiosísimo diario de una etapa fundamental de nuestra historia; la que nos regalaron sus bellísimas traducciones de Chesterton (La esfera y la cruz), de Borrow (La Biblia en España) o de Giradoux (Simón el patético); la que le permitió escribir aquella increíble y lúcida Velada en Benicarló, en los amargos y desesperanzados momentos finales de la guerra civil. Y también su esteticismo, reflejado no sólo en su magnífico estilo como escritor, que le condujo al Premio Nacional de Literatura en 1926 por un ensayo sobre don Juan Valera, sino también en su amor por la música y por las artes plásticas. En cuanto d político, su obra fue nada más y nada menos que la II República.

Raíces castellanas secas y austeras, huérfano de ambos padres (desde los 10 años, su carácter de una extraña mezcla de soledad, orgullo, hipersensibilidad Y melancolía. Pero en sus antecedentes familiares aparece ya la vocación jurídica (Azaña era un idealista que creía en el poder revolucionario del Derecho) y, sobre todo, su irrefrenable amor por la libertad. Azaña, que estudió Derecho con los agustinos de El Escorial y fue letrado de la Dirección General de Registros, recibió desde niño el influjo de los principios franceses de 1789 y del liberalismo y el constitucionalismo de los ingleses. De ahí que en su trayectoria vital, y también en la política, estuviera siempre más cerca de Francia (donde fue corresponsal en la guerra de 1914) y de Inglaterra que de la Alemania militarista, hacia la que mostró siempre hostilidad y despego, o de la Roma imperial, jesuítica o vaticana, aunque otra cosa fuese para él la Italia de Mazzini y Garibaldi.

Epígono de la generación del 98, coincide asimismo con los institucionistas y con los regeneraciortistas en su preocupación por España y en sus afanes educativos y europeizantes. Y entre el individualismo anarquizante, robinsoniano y energuménico de Ganivet o de Unamuno y la pedantería germanizante de Ortega y sus secuaces, encuentra en el Ateneo, lugar de reunión de pensadores no especialistas, biblioteca y club de ideas, un poco al estilo de los de 1789, la palestra desde la que se catapulta a la política nacional.

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Sus primeras incursiones en este campo las hace a través del partido reformista de Melquiades Álvarez. Pero la dictadura de Primo de Rivera es el detonante que le lleva a encontrar su auténtico camino. De inmediato se opone a ella, sin esperar siquiera a ver sus primeros resultados. Porque, para él, aceptarla o rechazarla no es una cuestión pragmática, sino una cuestión de principios. Para Azaña, lo peor de la dictadura -de cualquier dictadura- es que constituye una ofensa a la razón y a la dignidad humana. Desde este momento, Azaña opta por la República, a la que naturalmente le empuja su racional modo de entender la política. En 1924 publica su manifiesto Apelación a la República. En 1925 funda el partido Acción Republicana. Y más tarde, tras la escisión de Martínez Barrios, Izquierda Republicana, que fue la columna vertebral de la República, pues los socialistas -el otro pilar- estuvieron muy divididos al final en su postura frente a ella.

Azaña ha cumplido ya los 50 años cuando comienza su verdadera vida, fundida desde entonces con la historia del país. Es uno de los firmantes del Pacto de San Sebastián. Toma parte en la conjura repúblicana de Jaca. Tras el 14 de abril ocupa el Ministerio de la Guerra, desde donde impulsa la acertada reforma militar que lleva su nombre. Jefe del Gobierno más tarde, al pasar Alcalá Zamora a la presidencia de la República, trata de llevar a cabo los ideales de ésta durante el bienio izquierdista de 1931-1933. La Constitución de 1931 garantiza las libertades públicas y articula un razonable equilibrio de poderes. El laicismo, tan denostado, se manifiesta en la necesaria separación de la Iglesia y el Estado y en una serie de restricciones a la enseñanza religiosa, que tanto había influido en nuestro atraso cultural y en nuestro feroz conservatismo social. El divorcio se admite sobre bases progresivas. La reforma agraria se pone en marcha, pese a la hostil cerrazón de los terratenientes. La política educativa se traduce en una notable multiplicación del número de escuelas y en el acercamiento de la cultura al pueblo. Y el Estatuto de Cataluña, en cuya aprobación tanto influyen su apasionada lucidez y su firme decisión, viene a demostrar la sincera voluntad autonomista del nuevo régimen.

Pero el marco histórico no era favorable. Los treinta son los años de la primera gran crisis económica y también los del auge de los fascismos. Y en el interior se aúnan en su contra la cerrada hostilidad de las fuerzas conservadoras y la natural impaciencia de algunos sectores de la izquierda. Pronto comienzan los problemas. Las huelgas anarco-sindicalistas. Casas Viejas, una herida nunca cicatrizada. La rebelión de Sanjurjo, no reprimida con la necesaria dureza. Y en 1933 se produce la reacción derechista, con su victora electoral. Cuando, tras el amargo mes de octubre de 1934, llega al fin la victoria del Frente Popular, Azaña es nuevamente jefe del Gobierno, y luego, presidente de la República. Pero ésta tiene ya los días contados. Contribuyó mucho a su caída la división de los socialistas, que impidió a Prieto aceptar la jefatura del Gobierno y obligó a Azaña a encomendársela a Casares Quiroga. El segundo levantamiento militar, el del 18 de julio, significa el comienzo de una terrible guerra civil. Y Azaña, desde el primer momento, piensa que la República perderá la guerra. Y desea paz, porque la matanza entre los españoles resulta insoportable para su extrema sensibilidad, que repele la violencia y el odio. No sabe entender la idea de Negrín, tan certera, de que es necesario prolongar la resistencia, aun sin esperanzas de victoria, para enlazar con la conflagración mundial que se avecina.

No fue Azaña, desde luego, el mero liberal manchesteriano, el del laissez faire, que ve en la sociedad, y no en el Estado, el reino de la razón. Fue un liberal radical que tuvo fe en el Estado como organización racional. Pero -intelectual a la vez que político- la misión del Estado consistía, para Azaña, en llevar a cabo una obra civilizadora, porque, para él, era la cultura, y no la economía, el motor de la historia. La finalidad de la República, entonces, era la de convertirse en un instrumento de civilización para España. Pero acaso no errase Araquistáin al calificar este sueño de bella utopía republicana.

Erique Álvarez Cruz es magistrado del Tribunal Supremo y articulista.

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