Satán
Según san Agustín, el mundo de los insectos fue creado por el diablo. No sé lo que pensarán los entomólogos de semejante afirmación, que hace de sus estudios minuciosos y de sus deslumbrantes colecciones una especialidad de la brujería. Tampoco sé si la Iglesia ha condenado alguna vez la opinión de san, Agustín. El diablo normalmente: es un reptil de buen tamaño que: únicamente se deja amilanar por la oración de un justo o por la flauta de un faquir (de hecho, siguiendo esa concepción, el Vaticano aconseja ante cualquier diabólica desgracia rezar y aprender a tocar la flauta). La herejía de san Agustín surge de unas profundidades humanas muy comprensibles: nuestra inquietud frente al número y la mecánica. Otorga sin embargo a Satanás la categoría de un artífice, rival de los titanes que levantaron la Tierra, émulo de Dios, que fabricó el mono, la mona y la pantera, de donde nosotros y ellas descendemos. Satanás es el creador de la abeja laboriosa, de la mariposa efímera, de la libélula inconstante, del doríforo y de la mariquita, que no precisan adjetivo. Otros insectos poseen el brillo siniestro de las joyas y el mismo poder de seducción. A pesar de todo, perdiendo su habilidad de orfebre y a consecuencia del despilfarro de sus atributos, el diablo solamente ha conservado de su relación con los insectos un título temible: señor de las moscas. Hay que admitir que todo ello son lucubraciones, inquietudes y pasmos de otros tiempos. Aunque la existencia real del diablo sea un dogma o el resultado de una experiencia, la relación de fuerzas ha cambiado grandemente después de la invención del DDT. La ciencia, en este caso química, despejó muchos temores ancestrales al tiempo que engendraba nuevas formas de plaga y de terror.Satán es voz hebrea que significa 'adversario', lo que explica que en política, tanto como en religión, al adversario se le califique a menudo de Satán, siguiendo la lógica aplastante de la filología. Nuestro cómplice, por el contrario, recibe fácilmente el nombre de ángel justiciero, así se trate de un facineroso. Tal es el oportunismo moral de la historia, y el obligatorio lenguaje de la diplomacia apenas encubre, cuando no acompaña, la fanfarria de ángeles y demonios que se denomina propaganda. El placer que resulta de expresar verdades tan sencillas sólo es empañado por la aguda conciencia de que la realidad es mucho más compleja. El idioma diplomático puede servir de reflejo al talante de un hombre de Estado. Así, un periodista señalaba la extraordinaria habilidad, por no decir duplicidad, del presidente francés, François Mitterrand, que a todo lo largo de la crisis del Golfo no ha mencionado una sola vez la palabra petróleo. Es posible también que se revelen personalidades insignificantes cuyo lenguaje no pasa de la gesticulación, sea para desviar laatención, sea para distraer al público del patio de butacas. Uno se pregunta con legítima duda qué esconden esos gestos. Sea como fuere, el adversario aparece claramente designado. El Satán de esta crisis posee el arma química, y eso añade a su panoplia demoniaca un rasgo fundamental.
La expansión del saber humano se paga con un equivalente de destrucción, de modo que las características demoniacas del señor de los insectos han pasado a los insecticidas y a su correspondiente aplicación al dominio de la guerra. La destrucción nuclear es considerada como una calamidad apocalíptica, esto es, incluida en una lógica de destrucción divina anunciada desde antiguo por los profetas. Lo mismo puede decirse, aunque más modestamente, de las armas incendiarias. El fuego que llueve del cielo es el castigo favorito de Dios. La destrucción química, por el contrario, se reviste de las categorías que convienen al demonio: envenenamiento, felonía y traición. Olvidemos sin embargo las distinciones teológicas. El hombre que fue capaz de utilizar el arma química contra sus propios ciudadanos del Kurdistán atrae nuestra repulsa, la misma repulsión que despertaba en nuestra airada adolescencia el presidente Johnson y el incendio de las aldeas víetnamitas con explosivos de napalm. En lo que se refiere a las armas bacteriológicas, su principio más parece derivado de la figura del científico demente. Los británicos efectuaron algunas pruebas sobre un islote del mar del Norte en el que casi 50 años más tarde todavía está prohibido poner los pies. Los japoneses utilizaron armas bacteriológicas en Manchuria durante la II Guerra Mundial (un amigo mío señalaba ciertas formas de barbarie intrínsecas al pueblo japonés, atribuyéndolas al hecho de que jamás fueron romanizados, hipótesis pintoresca pero sabrosa). En resumidas cuentas, diría Gila, el armamento convencional nos sigue pareciendo el más humano.
El pacifismo tiene mala prensa. Los tiempos dinámicos que corren suscitan violencia y promueven al rango de imprescindible virtud la agresividad. El pacifista es un beato, cuando no un bragazas. Tal calificación aparece en los labios de cualquier ejecutivo, gente cruda, que se fuma dos paquetes de Winston al día y se cree por ello un hombre de acción. Más raro es encontrar ese desprecio en boca del militar, que intuye de otro modo la relación entre la guerra y las buenas intenciones, sean éstas laicas o monacales, dominadas por una aspiración trascendental o por el corto deseo de no hacer la mili y seguir disfrutando de la moto y de la buena vida. La decisión de bloquear a Satán en su reducto despertó un belicoso ardor en muchos funcionarios. El pacifista medio, monje cisterciense o chavalote con novia, quedan en ridículo o se la tienen que envainar.
Los estrategas militares en Oriente Próximo estudian el guión de una guerra breve, convencional y de alto nivel de intensidad. Tres potencias nucleares se encuentran desplegadas en el Golfo. Mal se ve sin embargo a cualquiera de ellas asumir la responsabilidad histórica de vitrificar Basora a modo de represalia si Satán echara mano a su químico arsenal. La opción pacífica incluye una conferencia sobre la situación global en Oriente Proximo, y en esta dirección se multiplican las señales, sin que se pueda calibrar el alcance de ese optimismo. Dicen que un país sigue la política que le dicta su geografía, e Irak se encuentra encerrado en las fronteras de un estrecho corsé. Me viene a la memoria una canción de Pink Floyd: Maggie, what have we done? No sé si será la canción para después de una guerra. O si será tan sólo el himno desastroso que entonan los británicos contemplando los efectos de su descolonización.
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