Algo huele a podrido
CUANDO LAS amas de casa lanzan televisores por las ventanas y vuelan los cócteles mólotov por decenas es que algo huele a podrido en el tejido social. Los enfrentamientos en la población barcelonesa de Sant Adrià del Besòs entre los habitantes de un barrio -que se oponen a la construcción de un bloque de viviendas sociales y reivindican en su lugar equipamientos sociales- y la policía han sido muy graves.Han puesto sobre el tapete el grosor de la marginalidad, la desvertebración social y la capacidad de explosión espontánea de determinados sectores de nuestra sociedad. Y han recordado intempestivamente que gobernar -ya sea ayuntamientos o comunidades autónomas- es algo muy complejo: la búsqueda del arte de la complicidad. No vale despachar el asunto condenando las actuaciones efectivamente violentas, brutales e insolidarias de unos vecinos descontrolados. Eso ni explica ni resuelve el problema.
Con demasiada ligereza se ha pretendido reducir el conflicto del Besòs a la intransigencia de unos vecinos que, con la excusa de reivindicar unos equipamientos sociales, ocultaban su oposición a admitir que en las nuevas viviendas se instalarán, por prejuicios racistas, familias gitanas procedentes del cercano barrio de La Mina. Hay ese ingrediente, pero también otros. El barrio del Besòs, construido, como tantos otros en los años sesenta, en plena época de la especulación y el desorden urbanístico, está habitado por familias modestas que en buena parte han logrado acceder a la propiedad de sus viviendas y que esperan desde hace años que la Administración preste debida atención a sus carencias. La decisión de intervenir en el próximo y degradado barrio de La Mina -con elevados índices de delincuencia y drogadicción- mediante el traslado de parte de las familias que allí viven a zonas colindantes ha hecho estallar el polvorín.
Cualquier operación de reubicación social de la marginalidad genera problemas y recelos, no sólo en España, sino en cualquier país. Y esos recelos deben vencerse políticamente. El Ayuntamiento de Sant Adrià y la Generalitat no han contribuido a facilitar acuerdos mediante el diálogo. A los vecinos se les disfrazó en buena medida el fin último del proyecto de viviendas (trasladar a los vecinos de La Mina) y se pensó que la política de hechos consumados era la mejor. El objetivo -regenerar el barrio contiguo aprovechando la construcción de los cinturones para la cita olímpica- es correcto desde el punto de vista del conjunto de la población, pero perjudica a uno de sus barrios al sobresaturarlo. Y nadie ha previsto paliativos para este perjuicio, que coadyuvasen además a una mejor asimilación del proyecto.
Luego ha estallado la violencia, que se ha explicado por la presencia de agentes provocadores externos al barrio, lo que no hace sino ratificar que quienes se mueven bien en este tipo de conflictos acuden adonde se producen, pero no son su causa. La violencia aparece con demasiada frecuencia sin necesidad de provocaciones artificiales, y ni siquiera es exclusiva de zonas urbanas: recordemos la oposición al pantano de Riaño (León), al vertedero de Aranguren (Navarra) o al plan de residuos industriales de Cataluña.
A lo largo de los cuatro días de batallas campales, los consejeros de Política Territorial y Bienestar Social de la Generalitat, implicados en el asunto de las viviendas sociales, han optado por guardar silencio. Gobernar en democracia es gestionar el conflicto y resolverlo o encauzarlo. Ha tenido que ser el Síndic de Greuges, en su función de Defensor del Pueblo, quien sacase las castañas del fuego y los cócteles mólotov de la calle, sentando a los vecinos a dialogar con las autoridades. Frederic Rahola ha prestigiado así una institución, ha sorteado una situación que de otro modo hubiera desembocado en hechos luctuosos y ha puesto de relieve la inanidad de algunos políticos. Sólo cabe esperar ahora que los gritos más visibles de las airadas gentes del Besòs sean atendidos en la medida que resulte razonable y posible, y que cualquier solución no vaya en detrimento de los habitantes de La Mina, en su mayoría gitanos y, por tanto, socialmente más desprotegidos.
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