El fin del agonismo
A UNA semana de las elecciones vascas, una constatación parece desprenderse del desarrollo de la primera fase de la campaña: la agresividad que durante años fue norma es ahora excepción. Si esa agresividad fue mantenida durante tanto tiempo, pese a las promesas de los candidatos en sentido contrario, fue porque de alguna manera encontraba eco en un electorado ahíto de emociones fuertes. Y si en el presente tiende a ser sustituida por comportamientos más templados es porque ello resulta más rentable electoralmente. Luego es la demanda social la que se ha modificado. Cada vez son menos los vascos que siguen viviendo Ia política como religión (y la religión como política)", según la expresión del vizcaíno Unamuno. El agonismo que caracterizó a la política vasca creó sus propios líderes agónicos. Ahora han surgido otros de características muy diferentes.Se dice que se discute poco de ideología y demasiado de combinaciones de Gobierno. Es cierto, pero no resulta evidente que haya que lamentarlo. Las encuestas indican que lo que más preocupa a los vascos son cuestiones como el paro -en todas las familias hay algún desempleado-, las restricciones en el suministro de agua, la droga y sus secuelas. Asuntos como lo que sigue denominándose -de manera algo anacrónica- el "desarrollo integral del Estatuto" ocupan un lugar muy secundario. Por no hablar de la soberanía nacional, o de la integración de Navarra. Entonces, la añoranza por el patetismo y la atracción por el abismo será tal vez respetable, pero cada vez responde menos al sentir de la gente. Un Gobierno que en lugar de complicar las cosas suscitando nuevos e irresolubles problemas aspire a solventar los existentes: eso es lo que parecen desear hoy los vascos.
Los electores tienen la palabra, pero no es revelar ningún secreto adelantar que el próximo Gobierno será de coalición y que el Partido Nacionalista Vasco (PNV) formará parte de él. ¿Con qué socio o socios? La opción, fundamentalmente auspiciada por Garaikoetxea, de un Gobierno de concentración nacionalista es perfectamente legítima. El 60% de los electores vascos votó en las elecciones de hace un año por partidos nacionalistas. Porcentaje que fue del 67% en las anteriores autonómicas.
En principio, nada más lógico que plasmar esa mayoría nacionalista en un Gobierno. Sin embargo, no es la única solución legítima. En primer lugar, esa mayoría política debe ser relativizada si se traslada al terreno social: supone bastante menos de la mitad de la población (entre el 40% y el 46% del censo). En segundo lugar, la cifra resulta mucho menos redonda si se descuentan los votos de Herri Batasuna (HB), fuerza difícilmente articulable con las otras tres formaciones nacionalistas.
Pero, sobre todo, si lo que se pretende con la coalición es afianzar la identificación del conjunto de la población con sus instituciones de autogobierno, para ello no sirve cualquier combinación. Un Gobierno de concentración nacionalista, cualesquiera que fueran sus ventajas en otros terrenos, tendría como efecto casi inevitable detener el proceso de integración de la mayoría de la población en torno al proyecto autonómico. Ese proceso ha avanzado enormemente en los últimos cuatro años. Por el contrario, el hegemonismo nacionalista del periodo 1980-1986 supuso la automarginación de un sector muy importante de la ciudadanía.
Es posible que, aprendiendo de los errores, los comportamientos fueran ahora diferentes. Pero el riesgo es demasiado grande todavía como para ignorarlo. Porque sigue siendo cierto que el afianzamiento de la autonomía -inseparable ede la identificación social con las instituciones de autogobierno- es el principal freno al avance del radicalismo violento. Y éste puede convertirse ahora, especialmente si la abstención es considerable, en la primera fuerza electoral de Guipúzcoa.
Y es que la desmovilización del electorado por exceso de confianza en que lo peor ha pasado constituye un riesgo simétrico al de la añoranza por las disputas de antaño.
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