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Cánticos ilustrados

Sólo mi mujer y algunos eruditos saben quién fue Rábano Mauro. Ésa fue una de las razones por las que me enamoré. Cuando yo la conocí, ella era una jovencita de 20 años dedicada intensamente al estudio de la ciencia medieval. Era una flor que florecía entre legajos, ilusionada por los pergaminos de becerro y las puestas de sol. Que en pleno siglo XX una joven dedicará el brillo de sus ojos a los versos antiguos y a las ruinas del crepúsculo era algo que superaba con creces mi talento de bachiller superior. De manera más normal, también influyó el sexo. La erudición, de una bella extranjera despierta en el celtíbero una fogosidad sin límites, pero detengo aquí por la brida mis recuerdos personales y vuelvo a Rábano Mauro. Los estudiosos intentan aliviar lo ingrato de su nombre citándole en latín. Rabanus Maurus, sin mejorar gran cosa. Fue abad de Fulda, localidad-que resulta para mí de tan oscura ubicación como la Atlántida. Carlomagno le tuvo como huésped, como consejero o como bufón, y eso hace remontar la existencia de Rábano a 1.200 años, punto medio entre nosotros y los últimos obeliscos que levantó Alejandro. El abad fue poeta. En sus coloquios, congresos y reuniones clandestinos, los eruditos citan su obra principal, De laudibus santae crucis, y ya siento que me voy acercando a mi objetivo. La maravilla de ese texto, al parecer, es oculta. Es velada y manifiesta al mismo tiempo, para quien tiene suficiente iniciación. Ciertas palabras dibujan a medida que progresa lentamente la lectura, la silueta de un monje arrodillado. No se trata de un caligrama, sino de algo mucho más complejo. La oración se transforma en el orante. Rábano Mauro triunfa. Ha logrado, en el lector, la síntesis de la visión y la palabra, operación intelectual que de algún modo supera al cine mudo. La proeza es de talla. Imaginen que leyendo este artículo, según ciertas claves, aparece en las columnas del periódico mi silueta expectante débilmente iluminada por la pantalla del ordenador. Así, en la lectura de sus versos, se nos retrata el piadoso Mauro. Poco más sabemos del que fue abad de Fulda. Arden ciudades, se desmiembra el imperio y Rábano Mauro se aleja, en el horizonte de la historia. Por si alguien cree que el personaje es inventado, cito mis fuentes: Carmina figurata, Paul Zumthor.(Adviértase que lo anterior nada tiene que ver con la epidemia de peste equina. Sin embargo, me resulta imposible evitar en este punto una breve digresión. Nadie en sus cabales, a la hora de escribir, desdeña los senderos laterales, los atajos tanto como los rodeos, los caminos que no conducen a ninguna parte, lo mismo que los que llevan a un fulgurante paisaje o a un manantial secreto donde bebe una perdiz. La epidemia que diezma a los caballos andaluces me ha hecho pensar en los cantos ilustrados del poeta medieval. En la televisión aparecieron imágenes terribles, caballos moribundos, yeguas patéticas, potros agonizantes, cadáveres de equino arrastrados a la tumba por la recua macilenta de sus semejantes, ensefiando a la humanidad los dientes en ormes del color del cardenillo, dejando un rastro de tripas corrompidas y un mal presagio igual que un mal olor. Dicen que Carlos Falcó, marqués de Griñón, importó el virus de la peste con una partida de cebras de Suráfrica. No entro a saber cómo pudo ser así. Sobre tantas imágenes, imponiéndose a la confusa sensación de plaga bíblica, surge en limpia clave visual la heráldica del marqués. Una hazaña se añade a las gestas y figuras de sus antepasados. Sobre el yelmo del escudo, en adelante, campeará a modo de penacho un ramillete de lombrices como si fueran virus. Y en un cuartel, estampado sobre campo andaluz de gules o de sable, un caballo perfilado mostrará el ojo virojo. Se lo legitimarán las Cortes, el Ministerio de Sanidad y el Rey de España. Un poema de indescriptible confusión. La epidemia aún revelará siglos más tarde al erudito lector la gloria postrera de la casa de Griñón).

Un caligrama es algo muy diferente. Un caligrama es una serpentina hecha con versos. Son famosos los del polaco Guillermo Apollinaire. Los inventó siendo cabo furriel de Artillería en la guerra del 14. Los enviaba a su amante Luisa de Coligny, engañando las pausas entre-dos feroces cañoneos con ingeniosas representaciones de flores, siluetas, un ave, un violín, un escarabajo pelotero o un esbelto cañón de 75 milímetros, al tiempo que con el verso aludía al objeto representado por el verso mismo, o a cualquier deliciosa obscenidad sugerida por la nostalgia de un par de sábanas limpias allá en la retaguardia. Guillermo Apollinaire murió relativamente joven. Le alcanzó una metralla y, evacuado del frente, se encontró entre las dudosas sábanas de un hospital militar. Las fotografias de la época le representan de un¡Forme, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo. Fue un hombre sanguíneo, corpulento, de formidable erudición, quepareció disfrutar de la vida y de la guerra. Sus versos son un- alimento terrenal envenenado. Los caligramas, con su artificio, fueron contemporáneos y no sé si precursores del Minotauro de Picasso y de los chistes de Cocteau. Hoy día, el caligrama viene a ser un acto de poesía provincial. ¿Escribirá caligramas un recluta poeta en el estrecha de Ormuz? Escribirá otra cosa.

, (Y ahora viene la segunda digresión. Pienso en la lección de geografia que hemos aprendido bruscamente este verano, al tiempo que se desempolvaban los viejos manuales de la descolonización. Cuando Gran Bretaña replegó su presencia militar al oeste de Adén, se fue dejando atrás las fronteras trazadas por la British Petroleum bajo la advocación de san Lorenzo de Arabia, canonizado ya por el cinemascope. Pienso en el gesto airado, oriental, de Sadam Husein, reclamando potencia y prioridad en una encrucijada sin semáforos. Pienso en el Pentágono, que desde hace 40 años se adjudica los papeles de agente de la circulación. Pienso en los colegios invisibles que gobiernan las cotizaciones del petróleo, que no pierden la cabeza y no olvidan su margen de beneficios. Y ya nos han subido tres duros el litro de gasolina con la complicidad de los colegios visibles del Estado. Y al otro extremo de esa escala de acontecimientos, pienso en la formidable escuadra que se despliega en los mares de Sinbad. La crisis de Suez amenazó de algún modo los intereses vitales de Occidente, alcanzó un punto crítico de enfrentamiento armado. Y se resolvió en un acomodo. ¿Será lo mismo esta vez? A bordo de la fragata Santa María, el marinero poeta toma su cuadernillo de bitácora y escribe a la novia. La vida a bordo es aburrida. Se repiten los ranchos con exasperante sencillez. El recluta examina con nostalgia el diminuto caligrama de excrementos que dejaron unas moscas embarcadas con él en Cartagena. Toma buena nota de sus impresiones de guerra en el estrecho de Ormuz).

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