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Tribuna
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La piscina

Si se bañan, porque se bañan; si no se bañan, porque no se bañan. La vigilancia de la gestualidad del poder se ha convertido en este país en una faceta más de la antigua costumbre de espiar al vecino con la ventana o la puerta entreabierta. La noticia de que un depósito de agua previsor de incendios, instalado en el Senado, iba a tomar forma de piscina para solaz de los senadores ha motivado mofas públicas e incluso tomas de posición acuático-políticas. En efecto, el PP ha hecho saber a la opinión pública que sus senadores no piensan bañarse en esa piscina.No entiendo tal actitud, sobre todo si tenemos en cuenta que la estatura política del fundador del PP, don Manuel Fraga Iribarne, empezó a agigantarse cuando salió en pudoroso traje de baño en las aguas de Palomares, en compañía del embajador de Estados Unidos y de dos altos cargos de su ministerio de cuyo nombre no quiero acordarme. Porque no veo otra razón en la negativa a nadar en la piscina del Senado que la voluntad de guardar la ropa para que la prensa carnívora no se cierna sobre sus carnes al descubierto. Creen tal vez que perderían dimensión simbólica si enseñaran los michelines o demostraran cierta torpeza natatoria o más dedicación acuática que parlamentaria.

Otra razón no vislumbro. No creo que se trate de la manifestación de una austeridad espartana en tiempos de recesión, en contradicción con el lujo asiático de disponer de una piscina en el Senado. En el país donde se han producido escándalos a propósito de la doble verdad que guía la ética de los partidos lo suficientemente poderosos para tener dobles verdades, nadie tomará en serio el rechazo de la piscina por razones de ética o estética social. Es más, me parecería igual error dejar las piscinas al alcance exclusivo de los que forman el bloque constitucional que convertir las fides parlamentarias en una carrera de relevos 4 X 100 metros mariposa.

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