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Tribuna
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Extranjero en Lavapiés

Juan Cruz

Cuando el automóvil cruza la plaza de Tirso de Molina, se adentra por la calle de Jesús y María, supera la de la Comadre e ingresa de lleno en la plaza diáfana de Lavapiés no sólo hace un viaje cualquiera por el corazón de Madrid, sino que en realidad parece que se traslada al extranjero, a un territorio autónomo y con una personalidad propia. En esa plaza de Lavapiés donde hoy toman el fresco varios grupos de jubilados ocurrió hace 15 días una tragedia.En esta plaza, a las cuatro de la tarde de un sábado de septiembre, un hombre de 42 años, armado con un palo, mató a un joven de 28 porque éste no aceptó de grado sus insultos. Le había llamado drogadicto. La noticia pasó casi inadvertida y, después de una semana en que ocupó levemente los periódicos, se recuerda como una nebulosa que camina por Lavapiés como si hubiera tenido lugar hace un siglo, constituyera ya una leyenda y todo el mundo la pudiera reproducir de un modo diferente.

Unos no recuerdan si el homicida actuó en un ajuste de cuentas, otros no saben bien si fue con un bastón o con la pata de una silla preparada como arma y hay alguno que se extraña de que el suceso llame todavía la atención. "¿Qué? Ahora no caigo. Ah, sí, pero de eso hace por lo menos 10 días", dice un camarero que se explica el drama apuntando con su dedo a la vena para señalar que aquello debió de ser cosa entre drogadictos.

El tiempo es el olvido en las grandes ciudades. Y para explicar el absurdo de esta muerte no te dan otra explicación que el dedo en la vena. Pero ¿cómo es posible que un hombre mate a otro a las cuatro de la tarde de un sábado, y con un palo, en una plaza de Madrid? "Aquí sí es posible, aquí es posible de todo. El otro día, sin ir más lejos", explica el camarero que se pone el dedo en la vena, "un hombre me llamó de todo porque le dije que no molestara a esa señora que ahora toma café con leche. Pude haberle matado por las cosas que me dijo, pero me contuve".

Los ancianos que toman el fresco en la plaza no creen que sobre Lavapiés haya caído maldición alguna: "Es un barrio tranquilo, usted lo ve; lo que ocurre pasa en todas partes y es culpa de la droga. Pasa incluso en Estados Unidos, que es un país tan adelantado". Las cosas han mejorado. Los jubilados y el camarero coinciden: "Hace dos años era mucho peor, no se podía vivir aquí, pero a pesar de que hay poca vigilancia ahora se ven menos drogadictos".

Rompecabezas

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En la entrada del metro, una joven canadiense reparte propaganda de una escuela de idiomas. Se le acaba el permiso de residencia enseguida y ha de apurarse para ganar el dinero que le permita regresar a su tierra. ¿Y por qué reparte propaganda de idiomas en Lavapiés? "Hay muchos estudiantes, y además es un barrio estupendo". En efecto, lo es, dicen los jubilados: "Le caen encima desgracias, pero ésas están en todas partes". De la que tuvo lugar recientemente tienen una idea difusa, y entre ellos van componiendo el rompecabezas. "Fue con una silla". "No, fue con un bastón". "No, fue con un bastón que hizo con la pata de una silla". "Creo que el hombre estaba aturdido porque un hijo suyo tenía problemas con la droga". "No fue en la plaza, sino en la calle de Tribulete". "Fue por una cosa de drogas, un ajuste. Ellos tienen sus cuentas.

Por la boca del metro, al atardecer, aparecen jóvenes con carpetas, jubilados, amas de casa y automovilistas que llevan la radio en la mano y llenan la plaza. La teoría de edificios que la cierran y que le dan este aire de territorio autónomo se confunde con la noche y amortigua el ruido de los niños. Es tan pueblerina la atmósfera que se dibuja sobre este asfalto de Madrid que quien viene de fuera no se explicaría jamás que de pronto, en medio de la tarde sorda de Lavapiés, un hombre, como el extranjero de Camus, haya levantado su mano armada contra otro hombre y haya acabado con su vida.

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