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CENTENARIO DE LA 'REINA DEL CRIMEN'

¿A quién le importa quién mata a quién?

Agatha Christie nació hace 100 años. A pesar de haber muerto en 1976, da la impresión de que sigue entre nosotros. No sólo porque sus más de 80 libros se leen todavía, sino también porque las películas realizadas sobre ellos animan distinguidamente nuestras pantallas de televisión. Hércules Poirot, Miss Marple y Tommy y Tuppence Beresford son más familiares que Hamlet o Don Quijote. Una obra de escaso relieve, La ratonera, estrenada en 1952, continúa en cartel. Un episodio de su vida -su inexplicada desaparición en 1926- dio material para una película con Dustin Hoffman y Vanessa Redgrave. Agatha Christie sigue siendo noticia, no como Boris Pasternak y Vincent van Gogh, otros centenarios que se han vuelto venerables. Ella, no. Como artista de talla, apenas existe. Sin embargo, la reina o el Gobierno le concedieron el título de dame (dama), que es el equivalente femenino de knight (caballero). Según se dijo, "por sus servicios a las letras". Pero ella no tiene un lugar en la literatura.La literatura puede definirse como la explotación estética del lenguaje. El lenguaje nunca interesó a Agatha Christie. Fue una representante del grado cero de la escritura que tanto preocupó a Roland Barthes. A diferencia de Oscar Wilde o James Joyce, ella nunca tuvo quebraderos de cabeza por el mot juste. Sus capacidades descriptivas apenas existen. Ni siquiera le importa mucho la creación de caracteres. Sus historias de detectives atraen a un amplio público por la sagacidad de sus tramas. Una persona es asesinada, y surge la pregunta: "¿Quién lo hizo?". El asesino resulta ser el último personaje del que sospecha el lector. El asesinato de Roger Ackroyd, novela publicada en 1926, fue considerada insólita porque el asesino era el narrador. El lector siempre confía en el narrador, porque tradicionalmente éste representa la verdad. Pero este narrador mentía.

Los grandes clásicos

Edmund Wilson escribió un devastador ensayo titulado ¿A quién diablos le interesa quién mató a Roger Ackroyd? Era la respuesta de un intelectual a un género subliterario que consideraba trivial y fútil. Desde luego, tenía razón al despreciar la novela policíaca en su forma contemporánea. Los grandes clásicos del género, como Los asesinatos de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, o las historias de Sherlock Holmes, por A. Conan Doyle, pertenecen a la literatura. Holmes es una creación importante -un excéntrico fumador de opio, bohemio y polifacético- que de una manera casual salva de la desintegración el sistema vigente europeo gracias a su talento de observar el detalle. En nuestro siglo, Dorothy L. Sayers, una teóloga, espléndida traductora de Dante, escribió novelas como Gaudy night, en las que la delineación de caracteres y el contenido intelectual son tan absorbentes que el lector despierta con un sobresalto para constatar que al fin y al cabo sólo se trata de una novela policiaca. Lord Peter Whimsy es una creación interesante. Hércules Poirot sólo es un belga cómico.

Y sin embargo, Dorothy L. Sayers, Margery Allingham y otras estrellas del género han pasado a un segundo plano mientras Agatha Christie acapara la luz de los focos. Esto se debe a que los lectores de libros policíacos no aman realmente la literatura. Los primeros creadores del género y otros autores más recientes, como P. D. James, reconocen su responsabilidad hacia la tradición que produjo The moonstone, de Wilkie Collins, o Mistery of Edwin Drood, novela que Charles Dickens no llegó a terminar. Agatha Christie, por el contrario, escribe como si no tuviera antepasados literarios. Construye su trama corno si fuera un problema de álgebra y la reviste con el mínimo de palabras. Sus novelas se traducen muy bien al italiano y al mongol o el celta primitivo-. Pasan por la garganta como ostras. Nos atragantamos con la perla, que es la cuestión de "¿quién lo hizo?", pero no con el estilo.

¿Por qué tantas mujeres inglesas de clase media que no harían daño a una mosca en la vida real se dedican con tanta facilidad al derramamiento de sangre en la ficción? (Antes de contestar a esta pregunta habría que recordar que Agatha Christie era en realidad americana; al menos, su padre era americano. Nació en Devonshire, la región marítima ahora tan distinguida, que en su día produjo a sir Francis Drake y a sir Walter Raleigh). Los hombres que habían luchado en la guerra de 1914-1918 y habían visto suficiente sangre no estaban dispuestos a hacer de ello un pasatiempo. Las mujeres veían las cosas de otra manera. Las novelas policíacas en realidad no tratan de la muerte, sino de, la perspicacia femenina. Agréguese la intuición y el ojo para el detalle femeninos a una criatura más o menos asexuada, como Poirot, y se obtendrá el perfecto detective. Un asesinato es una proposición matemática. La compasión por la víctima no existe. La solución del problema no produce una sensación de exaltación porque la justicia se ha impuesto o el sistema moral ha sido vindicado -sólo satisfacción porque el problema matemático ha sido resuelto-. La novela de detectives es una forma amoral. ¿O habría que decir inmoral?

Disfrutar con el asesinato

No cabe duda de que hay algo desagradable en aceptar un asesinato o toda una serie de ellos para darse el placer de descubrir quién los llevó a cabo. El asesinato es una cosa terrible, aunque la víctima lo merezca. Es inmoral lanzarse a la estantería o a la tienda de libros para disfrutar de un caso de asesinato. Por otro lado, el enigma del asesinato que el brillante detective resolverá existe en un plano de la realidad alejado del de la ficción seria. Es meramente un dato necesario, una abstracción.

Hay algo muy abstracto en esos cuerpos apufialados que yacen en el suelo de la biblioteca o del compartimiento de primera clase. Quizá la verdaderá inmoralidad del aficionado al género es su rechazo de lo concreto -lo que importó a Dante y a Shakespeare- a cambio de lo irreal.

Demasiados políticos nuestros refrescan sus fatigadas mentes en esta fuente en vez de echar mano de Platón o Tucídides. Incluso T. S. Elliot, el intelectual ejemplar de nuestro tiempo, no sólo leía ávidamente a Agatha Christie y a sus colegas masculinos y femeninos, sino que proponía un estudio crítico del género. A eso podría llamársele "traición de los intelectuales".

Es lícito admirar el talento de Christie en las mejores de sus novelas -Peligro en End House (1932), La muerte de lord Edgeware (1933), Asesinato en el Orient Express (1934), Los asesinatos ABC (1936) y Diez negritos (1939)-. Representan lo que alguien ha definido como la edad de oro del género policiaco, como si estas diversiones superficiales estuvieran a un nivel genuinamente literario. ¿Quizá habría que decir edad del bronce? Más bien, edad del hierro fundido o del papel reciclable. En cualquier caso, esa edad, grande o trivial, fue esencialmente británica, incluso inglesa. El francés Arsène Lupin apenas cumple los requisitos del gran detective. El género es inglés (a pesar de que Holmes sea la creación de un irlandés católico) gracias a Scotland Yard La investigación científica del crimen se inició con esta augusta institución y el primer héroe de la investigación fue el sargento Cuff (creado por Wilkie Collins), que era más eficaz que su superior, el superintendente Seegrave -ambos aparecen en The moonstone y ambos pertenecen a la policía metropolitana de Londres-. El mito-libelo de que un detective amateur podía obtener ínejores resultados que los profesionales comenzó con Sherlock Holmes. Tuvo seguidores. Hércules Poirot es un profesional, cierto; pero no es inglés. Miss Marple no es más que una vieja solterona de clase media. Es comprensible que los oficiales de policía no aprecien mucho las historias de detectives.

Simenon es mejor que Agatha Christie. Produce literatura e insiste en la profesionalidad de Maigret. Los ingleses, una raza de amateurs, son una categoría diferente. P. D. James presenta un investigador profesional, pero como es poeta tiene la imaginación del amateur. En Agatha Christie no hay imaginación, hay una mente matemática. Al celebrar su centenario celebramos algo que los británicos aman -la literatura que no es literatura, el asesinato que no es asesinato, la agudeza generalmente asociada con un hobby tan británico como grabar el padrenuestro en la.cabeza de un alfiler o construir con cerillas una maqueta de la catedral de San Pablo-. Probablemente, los admiradores italianos de Agatha Christie la encuentren excitantemente exótica. Yo, que soy simplemente un intelectual británico desarraigado, la encuentro aburrídísima.

Traducción de Genoveva Dieterich.

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