Todos los británicos se creen vencedores
La invasión iraquí de Kuwait ha producido hasta la fecha más ganadores que perdedores en el Reino Unido. Margaret Thatcher se ha servido de ella para iniciar el ascenso desde las profundas simas de impopularidad en que se encontraba sumida desde abril; Neil Kinnock ha dado credibilidad a sus aspiraciones de primer ministro, y los ciudadanos no tendrían inconveniente en pagar aún más por la gasolina a cambio de un tratamiento especial para Sadam Husein. Los Comunes, y con ellos los electores, se muestran unidos como una piña tras la política gubernametal, y sólo los cientos de británicos varones retenidos por Husein como escudos humanos parecen estar en el lado malo del conflicto.La dama de hierro vuelve a gozar de su papel de amazona ante una auditorio que vibra con el sonido de los tambores de guerra. Irak invadió el emirato vecino cuando Thatcher se encontraba en Estados Unidos, y a ella atribuyen sus corifeos la solidez de la inmediata res puesta de George Bush, que la primera ministra secundó al instante con el doble propósito de mostrar al presidente dónde tiene a un verdadero aliado -después de que tanto se hablara de un desplazamiento de filas de la Casa Blanca de Londres a Bonn- y de buscar un dragón al que combatir con la fiereza antaño dedicada a enemigos ya desaparecidos al calor del deshielo inducido por Mijaíl Gorbachov.
Hombres, barcos y aviones
Londres envió inmediatamente al Golfo que señoreara hasta no hace muchos años 3.000 hombres, 39 aviones y 6 barcos de guerra, y ahora es la tercera fuerza occidental en el área, mucho menor que la francesa, pero no teñida de los escrúpulos que rodean a la fuerza expedicionaria gala. Thatcher, a la que poco satisface más que una buena pelea, enarbola aún, con visible parca convicción, la bandera de la solución pacífica, pero ha ordenado a su estado mayor que se prepare para cortar de forma alejandrina el nudo gordiano en que se ha convertido Sadam Husein.
El Ministerio de Defensa sigue ponderando con la máxima discreción respuestas al visto bueno que los Comunes dieron la pasada semana por abrumadora mayoría al enfoque thatcheriano del conflicto, que podría llegar a doblar la actual dotación numérica británica en la zona, con la inclusión de fuerzas terrestres. La guerra de la Malvinas es un fondo con el que la presente situación sólo se compara en lo psicológico: por la satisfacción derivada de una eventual victoria. Los británicos no tenían entonces que coordinarse con nadie e iban a luchar por una colonia propia, mientras que el Golfo se ha convertido en un popurrí multinacional de fuerzas armadas que los saudíes insisten en fiscalizar.
La estima personal por Thatcher ha subido entre los británicos aupada por los vientos de guerra, que también están socavando la sustancial ventaja de que los laboristas aún gozan en las intenciones de voto, por más que en el debate de los Comunes Kinnock mostrara un empaque que, en el mejor de los casos, sólo se le presumía. La crisis ha servido para hacer olvidar momentáneamente a los británicos los problemas económicos, pero al tiempo ha dejado la estrategia anti inflaccionaria cuidadosamente diseñada por John Major más expuesta.
La unidad de acción mostrada por la clase política de las islas sólo se resquebrajaría en el caso de que la guerra que Thatcher cree inevitable se tornara en un fiasco. Una buena victoria tendría muchos pretendientes, y el electorado entregaría a la primera ministra los mayores laureles.
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