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LA CRISIS DEL GOLFO

Atrapados en un paisaje cambiante

ROBERT FISK Los que no conocen bien el desierto se sorprenden a menudo por un curioso fenómeno al pasar su primera noche bajo las estrellas. Establecen su campamento de forma que a un lado tienen una confortable duna de arena para protegerles del viento y al, otro un amplio valle. Pero cuando se despiertan observan que la duna ha desaparecido y el valle ha sido reemplazado por una montaña de arena. La culpa es del viento. El paisaje del desierto se transforma por la noche. Algo parecido le pasó recientemente al general Stormin Norman Schwarzkopf.

Siendo el comandante supremo norteamericano en el golfo Pérsico, su trabajo consiste en preparar a sus hombres para la guerra que se avecina en la zona. En privado, ha estado diciendo a sus soldados que van a aplastar a Sadam Husein. En público, informó a los periodistas que Sadam Husein era el violador de Irak, que los generales de Sadam Husein eran "una pandilla de criminales". Sin embargo, a la mañana siguiente, el príncipe Sultán, ministro de Defensa de Arabia Saudí, explicaba a los reporteros en la base aérea de Dahran que, si bien la ocupación de Kuwait debía llegar a su fin, era imprescindible intentar que fuera mediante una solución pacífica. Insistió en que la guerra debía ser "un último recurso", y se refirió a los hombres calificados por el general Schwarkopf de "pandilla de criminales" como "nuestros hermanos iraquíes". Parece ser que el paisaje se transformó durante la noche.

Petición de explicaciones

Al parecer, el general Schwarzkopf se enfrentó al príncipe Sultán horas más tarde y exigió saber si los saudíes esperan realmente que los estadounidenses luchen por ellos o no. Es obvio que tanto los saudíes como los norteamericanos quieren echar al ejército de Sadam Husein de Kuwait. Es obvio también que Sadam Husein es una amenaza tanto para Arabia Saudí como para Occidente. Luego, ¿ha habido quizá algún desliz en la voluntad de Arabia Saudí ahora que su territorio está protegido?

Durante los próximos años, los historiadores podrían considerar esta punto de ruptura como un momento crítico en la crisis del Golfo, el instante en que se hizo evidente para ambas partes que ni la retórica ni los intereses comunes políticos y económicos podrían salvar la enorme división política, cultural y religiosa que les separa. La determinación inicial de Arabia Saudí parecía coincidir con la ira expresada por George Bush cuando decidió enviar tropas al Golfo día 6 de agosto. Ambas partes coincidieron en que la misión del contingente militar de Estados Unidos era evitar que Arabia Saudí siguiera la misma suerte que Kuwait. El rey Fahd y Bush habían trazado su ahora famosa línea en la arena.

El rey Fahd había dado un paso muy arriesgado. Pero, dadala traición de Sadam Husein hacia Kuwait, probablemente no tenía otra opción que la de pedir ayuda a los norteamericanos. Siempre y cuando su estancia fuera temporal, siempre y cuando el instrumento para la retirada iraquí fuera la ONU, siempre y cuando la paz y la riqueza de Arabia Saudii permanecieran intactas, la invitación saudí tenía sentido. Los estadounidenses -a pesar de las absurdas negativas del general Schwarzkopf- vinieron aquí principalmente po r el peligro que se cernía sobre las reservas de petróleo saudíes, y no en defensa la democracia. Al fin y al cabo, la democracia no existe en Arabia Saudí. Una vez que cesen las amenazas iraquíes, los estadounidenses podrán volver a casa.

Bush no tiene tiempo

El Consejo de Seguridad de la ONU condenó a Sadam Husein y le conminó a abandonar Kuwait. Pero, en lugar de hacerlo, anexionó todo el país y llamó a la guerra santa contra Estados Unidos y la monarquía saudí. Si las sanciones consiguieran que Sadam Husein carribiara de opinión no cabe duda de que ello llevaría algún tiempo, pero Bush no lo tiene.

En Washington, cada día que pasa es más valioso. ¿Cuánto tiempo podrá resistir la moral de los jóvenes soldados, aturdidos por el calor del desierto y conscientes de que pueden morir lejos de casa? Y lo que es más importante, ¿durante cuánto tiempo podrá escapar la presidencia de Bush a la críticas internas después de dar a entender que habría una rápida, aunque fuera sangrienta, resolución del conflicto? De repente, expulsar a Irak de Kuwait se ha convertido en una responsabilidad de Estados Unidos más que de las Naciones Unidas. Bush siempre habla de restituir "al Gobierno legítimo" de Kuwait -no podría llamarlo dernocrático-, pero esto también es dorar la píldora. El Gobierno de Kuwait está "reconocido", pero su legitimidad se basa en ascendientes tribales. La familia Al Sabá, inmensamente rica, es una monarquía no elegida. De modo que George Bush ha elegido rápidamente un nuevo objetivo militar en el Golfo: la restauración de una monarquía no muy querida a expensas de la sangre de soldados norteamericanos.

Los saudíes se quedaron consternados por la forma en que Estados Unidos hizo sonar rápidamente los tambores de guerra.

En Nueva York, el diario The Wall Street Journal -cuyo odio hacia Sadam ha sido incluso más firme que el de las Administraciones de Reagan y Bush- hizo un llamamiento para la guerra en dos feroces editoriales. Calificaba a Sadam de "criminal y asesino". "Después de barrer a los generales de Sadam y a otras víboras de su calaña, Irak se tendrá que someter a la soberanía de un líder árabe en el que puedan confiar los occidentales e incluso los propios iraquíes...".

Este tipo de lenguaje no da ánimos a los saudíes, sino que les infunde la mayor de las ansiedades. Los árabes quieren protección, pero no quieren que se imponga un nuevo mandato occidental al mundo árabe. Además, los saudíes no ven a Irak con los mismos ojos que los estadounidenses. Nunca les ha preocupado tanto como a EE UU la carnicería doméstica de Sadam Husein, su régimen de torturas y las ejecuciones en masa.

Para los norteamericanos, Irak es el enemigo de Arabia Saudí. Irán -que fue la mayor amenaza hasta el final de la guerra del Golfo de 1980-1988- es ahora una nación arruinada e indigente, cuyo moderado presidente será temporalmente el gobernador su premio. Sin embargo, los saudíes no ven las tosas de esta manera. El poderío de Irán -tanto militar corno económico- se mantuvo siempre intacto. Y no existe ninguna seguridad de el presidente Alí Akbar Hachemí Rafsanyam sobreviva. Sus opositores -los hombres que planearon los disturbios en los santuarios de Arabia Saudí- aún podrían volver al poder. Y el escudo de Arabia Saudí para protegerse contra Irán no es EE UU. Es Irak. Los saudíes querrán que los iraquíes combatan contra Irán si las ambiciones islámicas de Teherán se acrecientan de nuevo. Con o sin Sadam, Arabia Saudí no tiene ningún interés en ver a Irak devastado.

Podría ocurrir que un día -con el tiempo, sirviéndose de la mercancía de la que tanto disfrutan los saudíes y tan poco los norteamericanos- los propios saudíes se dirigieran directamente a Sadam Husein para solucionar el problema kuwaití. Estas dos potencias incluso podrían establecer su propio protectorado para Kuwait, restituyendo alguna forma de serrilIndependencia. El ejército estadounidense, mientras tanto, seguiría sudando en el desierto, humillado una vez más.

Es posible que incluso los saudíes más jóvenes contempien la destrucción de Jordania con ecuanimidad.

La mayor amenaza a largo plazo para Arabia Saudí no es Irak, sino Estados Unidos. Ya se ha convertido casi en una moda el comentar que sus tradiciones conservadoras puedan verse dañadas por la amplia presencia norteamericana. ¿Qué pasará con el velo de las mujeres y con la prohibición del alcohol? Pero volviendo a lo anterior, la presencia norteamericana supone una amenaza directa para la propia monarquía. ¿Es que ha de depender de un solo hombre y de su séquito -el rey Fahd y sus consejeros- el que se invite a EE UU a entrar en una nación que es la que protege los lugares más santos del islam?

La pregunta abruma. Las tropas americanas saben demasiado bien que no es precisamente el american way of life lo que se juega en Arabia Saudí. Cuando compran la revista Time, los censores han arrancado todas las páginas referentes al conflicto del Golfo. No existen debates sobre el poder político del reino ni se cuestiona la monarquía. Por eso, los estadounidenses están aislados en sus bases, encerrados en su fortalezas en el desierto como animales en cuarentena. Sin embargo, los saudíes sí entienden lo que pasa, y no dejan de dudar, no sólo de la influencia de Estados Unidos, sino también del poder de su propio rey. Cuando toda su nación ha de estar protegida -quizá durante años- por el poder de una superpotencia, ¿pueden permanecer tales decisiones en manos de un solo hombre?

Mantas para el invierno

Esta pregunta es herética en Arabia Saudí; sin embargo, la presencia norteamericana es una realidad. El príncipe Sultán dijo que una vez que se consiga la paz las tropas extranjeras se marcharán. Pero no podrán hacerlo hasta que la seguridad de Arabia Saudí -una cuestión muy diferente- esté garantizada. Por eso, los norteamericanos se preparan para el invierno con chaquetas, mantas, y están añadiendo instalaciones deportivas a sus bases. Los saudíes están llegando a la conclusión de que los estadounidenses se quedarán durante años, con guerra o sin guerra. Por tanto, los saudíes son los más decididos a evitar una guerra y los más dispuestos a alcanzar un acuerdo con sus enemigos. Los estadounidenses corren el peligro de encontrarse perdidos en el paisaje que se transforma del día a la noche y de morir en una guerra en la que nadie se alzará con la victoria.

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