Pavarotti, en persona
Precedido por un bombardeo publicitario fuera de serie, en el que debemos incluir los ecos del concertone de Roma, con Carreras y Domingo, Luciano Pavarotti (Módena, 1935) se apareció en Madrid a unas 10.000 personas que llenaban el Palacio de los Deportes, salvo algún claro en localidades caras que posteriormente se cubrió como por encanto.Acompañaba la Orquesta Sinfónica de Madrid, dirigida por un experto en ópera y en Pavarotti, Leone Magiera prestó su colaboración el flautista Andrea Griminelli, un virtuoso de altura, como lo demostró en el Andante en do, de Mozart, y en una dificilísima y un tanto enojosa fantasía de Carmen, de Bizet. La orquesta Arbós, a las órdenes de Magiera, tocó bien la Obertura de don Pasquale y el intermedio de Cavalleria rusticana, de Maseagni.
Luciano Pavarotti
Concierto de Pavarotti con la Sinfónica de Madrid. Director: L. Magiera. Solista: A. Griminelli, flauta. Obras de Donizeti, Mozart, Mascagni, Verdi, Bizet, Massenet, Puccini, Leon Cavallo, Sibella y Denza. Palacio de los Deportes. Madrid, 1 de septiembre.
Como imponían las condiciones del local, la voz de Pavarotti llegó a la fervorosa audiencia a través de un sistema de amplificación, de buena calidad, pero amplificación al fin, y su inmensa humanidad quedaba disminuida por la distancia. De ahí que algunos asistentes fueran provistos de prismáticos. Pero el mito estaba ante nosotros y, además, luciendo los valores reales que son base de su fama: amplitud y belleza de voz, gran aliento lírico, portentosa y fácil seguridad en los ataques y los agudos, dinámica flexible, hermosa línea de fraseo y dicción,
comunicatividad fuera de serie todo ello impostado en un estilo musical refinado y sin concesiones.
Hace 16 años que Pavarotti cantó La Bohéme en La Zarzuela. Desde entonces se acumularon los éxitos del modenense y creció la difusión de su imagen, de manera que esta nueva actuación ha tenido una resonancia extremada dentro de un populismo que, curiosa mente, se hace pagar caro: de 2.500 a 25.000 pesetas.
Desde las dos arias de Elisir d'amore (sobre todo en Una furtiva lágrima) el público mostró su entusiasmo, y es justificado por el arte de Pavarotti, más dramático en Lucía y en Agliacci, y de tan distinto signo en Werther, que, sin embargo, no llegó a hacernos olvidar el de Kraus.
Recóndita armonía y El adiós a la vida calentaron aún más el ambiente, que desembocó después en el repertorio napolitano y las propinas: Madame Butterfly, Turandot y dos canciones más. El público salía gozoso del concierto.
Babelia
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