El malestar
El otro día, la psiquiatra Carmen Mallo me decía que había que reivindicar el malestar. A ella, que es una profesional inquieta y rigurosa, le preocupaba especialmente ese afán, tan común entre los remendadores de cabezas, de convertir a sus pacientes en seres artificialmente beatíficos, alicatados de felicidad hasta las orejas. En criaturas, en fin, carentes de toda sombra de zozobra. Lo cual, dice Mallo, es aberrante. Y tiene toda la razón: la oscuridad forma parte sustancial de lo que somos. Un ser que carece por completo de conflictos no es humano. Esta tendencia a recauchutar los ánimos y transmutarnos en seres impermeables está, por lo demás, ampliamente extendida en el mundo de hoy. Antaño los humanos sabían, desde chicos, que la vida era un espacio confuso, a menudo doloroso, en el mejor de los casos agridulce. Pero hoy aterran las penumbras. Jóvenes y viejos huyen a galope tendido de todo lo que suponga esfuerzo, incomodidad o turbación. Se busca compulsivamente una vida de tersura imposible, construida a imitación de ese remedo de la existencia, de ese simulacro de colores que nos ofrece la publicidad: cromos estáticos de parejas dichosas y jovenzuelos rientes con alguna que otra palmera a las espaldas. Una felicidad bárbara y boba.
Porque no se puede vivir sin turbulencias. El querer a alguien, por ejemplo, siempre conlleva un atisbo de dolor, cierta debilidad e incertidumbre. Toda decisión, toda elección, supone el escozor de la duda y el miedo al error. Y, por supuesto, no hay pasión, ya sea privada o profesional, sin quemadura. Para alcanzar ese paraíso de baratillo, esa alegría mentirosa de folleto turístico, haría falta negarse a uno mismo, prescindir por completo del deseo y alejarse, en fin, de toda posibilidad de dicha real. Y es que el asumir el malestar no sólo nos hace más humanos, sino también, paradójica mente, más felices.
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