_
_
_
_
_
Entrevista:

"Me han tratado mal, como a todo profeta"

Juan Cruz

Hoy, Alberto Muñiz Sánchez leonés de 52 años, arquitecto de profesión, escritor, pintor, educador, biólogo, médico frustrado e inventor de frases ("en realidad, yo soy un inventor de frases"), vive la resaca de un proceso, el proceso del Tío Alberto, que convirtió el suyo en un nombre de notoria popularidad. "A mí me ha dado igual", dice, "nunca me afectó demasiado lo que viene del exterior".Sin embargo, se le nota cansa do y amargo, "menos por mi que por lo que ha supuesto este escándalo para el porvenir de la CEMU. Ha habido desmoralización y desconcierto. Ahora tenemos que recuperar el equilibrio". Cuando hablamos con él, su despacho fue un desfile constante de niños y de niñas que le planteaban las necesidades más diversas. Quien más rato se quedó a su lado fue un niño de 11 años que luchaba porque Tío Alberto le dejara ir solo a la parada del autobús. "No puede ser, pero no pongas esa cara". El niño, uno entre el centenar de niños de infancia difícil y acosada a los que acoge esta institución, fumaba recientemente hasta una cajetilla diaria, "cuando no conseguía porros, que también los ha fumado". Ahora, el muchacho sólo fuma, según dice él mismo, dos o tres cigarrillos al día, pero compensa esa carencia chupándose e dedo constantemente. "Le falta la madre", dictamina Alberto Muñiz, el tío Alberto.

Recibir calor

Alberto Muñiz ha querido ser el padre. Y la madre. "Se me ha acusado de acostarme con ellos. Pues claro. Hay un momento en que estos chicos vienen de hogares destrozados y necesitan el cariño de un padre, y han de combatir el miedo, o la enfermedad, teniendo a alguien cercano a quien acariciar, de quien recibir calor. En ese periodo de la vida de los niños, es cuando me necesitan, y me necesitan como un padre, no como un profesor. Esa ecuación profesor-alumno ha sido una falacia: no ha sido jamás una relación así, porque entonces sí que hubiera sido morbosa. Ha sido una relación de padre e hijo, de padre y de niño".

No es un ingenuo, ni podría decirse que el suyo sea un carácter meloso. Dice palabrotas, niega permisos a los -chicos, y, al menos en el tiempo que estuvimos allí, mimó con muchas cortapisas: a una muchacha le aconsejó que dejara de incordiar con la máquina de escribir, al pequeño de once años le dejó sin parada de autobús, y a la que reclamaba una habitación individual la remitió al responsable del área.

En una de las atiborradas paredes de su despacho, que también es su propio estudio de arquitectura, guarda un papel amarillo que acaso sea emblema de su preocupación como educador: "Prometo al tío Alberto tratar de portarme como un buen ciudadano. Óscar". Debajo de la letra indecisa del muchacho, sin duda arrepentido de alguna travesura, la letra, un poco más desparramada, de Alberto Muñiz: "Prometo ayudar a Óscar a que cumpla su promesa. Tío Alberto".

¿Y por qué este hombre, segundo de una familia numerosa más bien acomodada, se metió a redentor de niños difíciles, hijos de drogadictos y prostitutas, gente señalada por la mala fortuna? "Como arquitecto, yo he ganado bastante dinero, y pienso que nadie puede ganar honradamente demasiado dinero. Así que, hace poco más de 20 años, decidí revertir esas ganancias excesivas en el pueblo, y opté por aquella parte. del pueblo más desvalida, que es la que constituyen los niños". Alberto Muñiz cree que sintió desde pequeño "una forma precoz de sensibilidad social", que era la que le hacía preguntarle a su padre, en la posguerra, por qué los fontaneros visten mal y son mal considerados. "Como no podía ayudar a todo el mundo, pues me fijé en los niños, que es lo más sincero del género humano. Eso no significa que los niños sean angelitos, porque hay niños muy malos, pero lo que sí es seguro es que son de verdad".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Cuatro mil niños "de verdad" han pasado por la CEMU. Al principio, había 10. Alberto Muñiz recuerda el nombre del primer alcalde, que se llamaba Jacinto Molina. Ese contacto con los muchachos no le ha cansado.

'El niño es un personaje que siempre ha estado presente en mi, y yo mismo soy un niño, y de muy corta edad. El niño, además permite ejercer mi egoísmo. Yo me quiero un montón, y esto que hago es egoísmo positivo, no nar cisismo. Para satisfacerlo, ayudo a los demás. Y lo hago porque quiero levantarme cada día, y porque sé que esa satisfacción que te da un niño reconstruido no me la da un cuadro hecho o un artículo o un libro".

Como Óscar, el personaje de El tambor de hojalata; de Günter Grass, Alberto Muñiz se ha negado a crecer, pero, como alcanzar esa ilusión resulta imposible, el o Alberto reproduce su niñez en los qué le rodean. "Cuanto más les conozco, más quiero a los niños. No son, ya digo, angelitos, pero tienen algo que ha perdido el hombre, que gana en conocimientos, pero pierde en humanidad. A partir de los quince años, el hombre se agranda, pero se pierde. El niño, para mí, es un hombre herido por la razón". "La razón", prosigue, "mata la fantasía, acaba con la fe. Yo, en ese sentido, me siento niño, y, más que niño, estulto, porque no me cuesta trabajo".

Salvarlos a besos

Las suposiciones sobre la actitud de Alberto Muñiz con los niños le han costado un proceso. ¿Cómo era esa actitud, en realidad? "El adulto ha de ser, antes que nada, amigo del niño, y no ha de adoptar en demasía el papel del adulto. Ha de compartir secretos, complicidades. Con ellos, yo soy un crío. Y, en esa actitud, yo tengo en cuenta quiénes son estos niños: hijos de alcohólicos, de heroinómanos. No puedes ayudarles sin tratar de conocerles. A partir de ese conocimiento, estoy en condiciones de salvarles de una situación desastrosa. Les salvo, y luego me critican porque no llegan a ser doctores o ingenieros. Esa sociedad que permite que los niños se mueran de indigencia no tiene derecho a acusarme a mí porque los coma a besos o los salve a besos. Ellos necesitan sentirse protegidos, palpar a la persona amada. Esa sociedad que me afea esa actitud sí es la que les condena a muerte".

Los niños traicionan. "No, los niños no traicionan", dice Alberto Muñiz, que fue acusado por muchachos que estuvieron bajo su tutela. "Tampoco mienten, pero pueden no decir la verdad. Los adultos adúlteros adulterados sí que tienen intenciones malévolas. Los adultos sí que pueden pasar por encima de mi cadáver y olvidarse de los niños que quedan atrás, pero los niños nunca hubieran hecho eso".

Alguna vez, durante el proceso, sintió desfallecimiento, "porque los ataques que yo recibí también hirieron a los niños. Pero no me ha cambiado nada en esencia. He cambiado comportamientos y me he decidido a preocuparme más de mí. Voy a hacer mi estudio-isla con un retraso de 25 años, y voy a ensimismarme en una especie de autoexilio, que pudo ser mi exilio si la sentencia hubiera sido una condena. No puedo cambiar en lo profundo. Me he hecho, eso sí, más adulto, más cínico; pero mi comportamiento con los niños es el mismo, porque así ellos se han curado. Y yo estoy aquí para construir seres humanos".

¿Cómo ha tratado este país a Alberto Muñiz, padre vocacional de miles de chicos, padre real de un muchacho de 18 años que vive en la CEMU, salvado por la justicia de una acusación de corrupción de menores? "Pues cómo me va tratar: mal, como a cualquier profeta".

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_