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Tribuna:
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La neutralización autonómica

Las sentencias del TC números 56/1990, de 29 de marzo, y 62/ 1990, de 7 de mayo, que resuelven los recursos presentados por algunas comunidades autónomas contra precepto de la Ley Orgánica del Poder Judicial y contra la Ley de Planta, suponen, a mi modo de ver, un escalón más, pero un escalón muy importante, en la dinámica seguida por aquel organismo desde el principio de neutralización de la autonomía política resultante del artículo 152 de la Constitución y de los correspondientes estatutos de autonomía redactados a su amparo. La Constitución, en su título VIII, marcó claramente dos cauces autonómicos. Uno, que procedía ya del anteproyecto, y que se plasma en el inventario de competencias del artículo 148; en definitiva, una autonomía sólo administrativa. El segundo era el del artículo 152, que apunta claramente a una autonomía política, con Asamblea Legislativa y Tribunal Superior de justicia, entes no previstos en el otro sistema. El razonamiento parecía sólido, si se piensa que el segundo precepto se introdujo en plena discusión parlamentaria a instancias de los partidos nacionalistas y si se tiene en cuenta, además, que la disposición transitoria segunda de la propia Constitución contempla un producto acelerado de acceso a la autonomía para aquellos territorios que habían plebiscitado con anterioridad un estatuto de autonomía, lo que sólo ocurría en Cataluña, Euskadi y Galicia.

Las cosas, sin embargo, han discurrido por un camino distinto y la generalización y la tendencia uniformadora del proceso, de una parte y, de otra, la falta de sensibilidad autonómica de las estructuras centrales del Estado, incluido, por tanto, el TC, han llevado a la situación actual: aquella neutralización autonómica o, lo que es igual, una estatalización del sistema, con la consiguiente reducción del alcance político de las competencias estatutarias. Si el panorama se completa con la estrangulación económica que comporta el actual sistema de financiación, salvo la discriminación positiva que, para Euskadi y Navarra, representa el sistema de concierto, llegaremos a la conclusión de que, al menos visto el problema desde Cataluña, de hecho, nos encontramos nuevamente en el punto de partida.

Desde mi punto de vista, el TC -que, a causa del sistema político de designación de sus núembros, totalmente controlado por las dos fuerzas políticas estatales más numerosas, nunca ha tenido un magistrado radicado ni en Cataluña ni en Euskadi- ha contribuido en gran medida a consolidar esta situación a través de una jurisprudencia de claro signo estatalista.

La técnica seguida ha sido muy diversa y los mecanismos de neutralización de las competencias estatutarias, numerosos. Situemos en primer lugar el alcance desmesurado atribuido al concepto de normativa básica, que las Cortes Generales y el Gobierno del Estado han utilizado -están utilizando- a fondo, con la consiguiente reducción a términos ridículos de los ámbitos normativos autonómicos. Otras veces, el sistema se ha basado en la atribución de nuevos significados a términos ya consagrados jurídicamente, como en el caso espectacular de la sentencia 67/ 1983, de 22 de julio, que redujo el concepto de nombramiento de notarios -competencia reconocida a la Generalitat de Cataluña por el artículo 24 de su Estatuto-, a la publicación al dictado en el Diario Oficial de la lista remitida por el Ministerio de Justicia. Existen otras técnicas de neutralización; por ejemplo, la substitución del concepto de competencia exclusiva, consagrado por la Constitución y por los estatutos, por el de competencia concurrente, que, de hecho, por razones obvias -al menos por la mayor disponibilidad de recursos consolida a la postre la preemi nencia de la posición estatal. O la invención de otros conceptos no existentes ni en la Constitución ni en los estatutos, como el de unidad de mercado o el de lengua común o, últimamente, en las dos resoluciones referidas al inicio de este papel, la ampliación del concepto estricto de Administración de justicia, que recorta al máximo el alcance de la llamada cláusula subrogatoria. Se trata siempre de razonamientos favorables a la posición del Estado, en sor prendente contraste con la absoluta incapacidad del tribunal para encontrar definiciones nuevas a favor de la posición autonómica.

El hecho es políticamente importante, más sí se tiene en cuenta que, últimamente, el TC está apuntando una tendencia que parece perseguir el desgajamiento del bloque de constitucionalidad, que hasta ahora parecía compacto, separando a veces de él a los estatutos de autonomía, con lo que éstos resultan más fácilmente vulnerables a la legislación orgánica estatal, más allá de lo esperable a partir de una lectura neutra de las referencias que a estas leyes estatales hacen aquellos textos autónomos.

Sea lo que fuere, el hecho evidente es que, hoy por hoy, el proceso continúa, incluso con alteración de criterios que parecerían definitivamente sentados -por ejemplo, el valor referencial que cabía atribuir a los decretos de traspaso de servicios-, construyéndose a la postre toda una teoría jurídica de la neutralización autonómica que, a mi modo de ver, incluso desde una óptica de nacionalismo moderado, está llevando al sistema a un callejón sin salida.

En las actuales circunstancias, cuando los problemas de identidad son ya una cuestión generalizada y las rígidas estructuras centralizadoras experimentan en todas partes las tensiones que están a la vista de todos, la gran pregunta es inevitable: ¿cuál puede ser al final, en este rincón de Europa, la consecuencia de esta anacrónica tendencia neocentralista? Estará en función de la reacción que, en su caso y en sentido contrario, sean capaces de generar las fuerzas nacionalistas. Desde mi punto de vista, por poco importante que ésta resulte, el sistema actual -muy aprovechable en un principio a la vista de aquella doble posibilidad recogida en la Constitución- ya no será considerado suficiente. La forma como se está aplicando a la realidad política española lo habrá convertido en inservible.

es notario.

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