Travesía por el apocalipis liberiano
Los últimos españoles en Monrovia relatan su evacuación
El apocalipsis había sembrado la muerte y el horror en las calles de Monrovia cuando, con el corazón en un puño, 20 españoles encabezados por el embajador español, Manuel de Luna, dejaron el sábado la sede diplomática en la capital liberiana en busca de escapar del infierno. Impotentes en un país que se descompone en una brutal guerra civil, su objetivo era el puerto de Buchanan, a unos 120 kilómetros, desde donde los marines se habían comprometido a sacarlos del país. Sin escolta norteamericana ni de la guerrilla liberiana, los miembros del convoy emprendieron el tramo de los primeros siete kilómetros, el más peligroso del recorrido, conscientes de que su vida dependía de una buena dosis de suerte.
Tres de la tarde del pasado sábado en Monrovia (una de la tarde en Madrid). Un convoy de nueve vehículos está listo para partir en la residencia de la Embajada española en Monrovia. Destino: Buchanan, el principal puerto de Liberia, donde los marines se encargarán de recogerlos para sacarlos de una vez por todas del escenario de una brutal guerra civil que se prolonga desde hace siete meses. Para alcanzar la meta, el convoy tiene ante sí un incierto camino entre los fuegos cruzados de las fuerzas del presidente Samuel Doe que aún rondan por la zona y los guerrilleros del Frente Patriótico Nacional, en continuo avance.Charles Taylor, el dirigente de la facción de los rebeldes que desde hace dos meses es el amo absoluto del territorio que, siete kilómetros más allá, se extiende hasta Buchanan, ha dado su visto bueno a la Operación Barcelona. Ése es el nombre en clave del puerto liberiano que en los sesenta fue construido bajo la dirección de trabajadores españoles.
En el último momento, los guerrilleros avisan de que no podrán dar escolta al convoy hacia su primera meta, la estación de radio Omega, de los norteamericanos, a apenas siete kilómetros de la ciudad, pero situada en la zona donde en estos momentos se libran cruentos combates. "La decisión era difícil", relata el embajador Manuel de Luna. Tras un momento de duda, el convoy inicia la marcha. Ninguno de sus integrantes ignora que, en la situación de anarquía en que se desmorona Liberia, los bandos en lucha disparan a ciegas sobre todo lo que se mueve en su camino. Las convenciones internacionales carecen de sentido tanto para los militares gubernamentales drogados y borrachos como para los guerrilleros de nueve años que, ataviados con pelucas estrafalarias, las caras tiznadas de pinturas rituales y un amplio muestrario de amuletos de magia negra sobre el pecho, guardan los puestos de control adornados con calaveras.
Verónica Cuenca, de 25 años, nacida en Monrovia y esposa del secretario de la embajada, Alberto Carnero, conduce el segundo de los vehículos del convoy. Una breve parada ante las embajadas alemana y suiza y otros 30 vehículos se unen al convoy. "En cuanto salimos de la residencia, vi muy claro que la muerte podía salimos al paso en cualquier momento", explica una vez a salvo en Freetown, la capital de Sierra Leona.
Como la mayoría de las más de cien personas que se hacinaban dentro de los muros de la residencia -entre extranjeros y liberianos-, hacía muchos días que no había salido al exterior. Los momentos de angustia que en los últimos tres días habían vivido, tendidos en el suelo de la cocina mientras los muros se extremecían bajo las bombas, no fueron más que un pequeño anticipo de la impresión que les produjo el escenario dantesco que ahora se abría ante ellos.
Líbano, un paraíso
"La guerra de Líbano era un paraíso al lado de lo que está ocurriendo en Monrovia", dice Carmen Ruiz Sayan, madrileña casada con un libanés, al recordar la visión de mujeres y niños esqueléticos que vagaban como zombis por las ruinas de la ciudad. Su afirmación no es una metáfora, ya que ella vivió en sus carnes los peores momentos del conflicto libanés como residente en Beirut hasta 1984.En su galería de horrores liberianos hay uno que jamás podrá olvidar: "El hedor de los cadáveres era tan fuerte que por algunas zonas no se podía pasar sin evitar vomitar. Los soldados que aún luchaban por las zonas que atravesamos disparaban indiscriminadamente. Una mujer se desplomó bajo las balas. Inmediatamente se abalanzaron sobre su cadáver los perros, que ahora andan en manadas, como lobos famélicos, y comenzaron a despedazar sus miembros y los del bebé que había quedado atrapado en el hatillo atado a la espalda de la madre", cuenta con poder evitar romper en sollozos.
"Tardamos tres horas y media en recorrer los siete kilómetros hasta Omega", explica Manuel de Luna. Una vez llegados a Paynesville, la zona donde comienza el territorio bajo el Firme control de la guerrilla de Taylor, creían que habían pasado lo peor. Muchos de los españoles, entre ellos el religioso Pedro García, habían sido testigos de las brutalidades de los soldados de la tribu krahn contra los miembros de la tribus guio y mano. La más terrible de las experiencias fue la matanza de 600 refugiados que los soldados gubernamentales realizaron en la vecina misión luterana.
Pero ese sábado, los integrantes de la columna comprobaron cómo los rebeldes utilizan métodos similares en el genocidio sistemático que han iniciado en su territorio contra la tribu krahn.
Verónica Cuenca tragaba saliva y ordenaba a las tres niñas que llevaba en su coche -hijas de una refugiada colombiana y padre holandés por ahora desaparecido en la batalla de Monrovia-, que cerraran los ojos para que no vieran lo que a ella misma le resultaba difícil de soportar. Pero no pudo evitar que las pequeñas, presenciaran cómo los rebeldes apaleaban brutalmente, en los puestos de control, a los sospechosos de ser krahn o mandingos, la otra tribu afin al Gobierno de Doe. "Los interrogados desaparecían detrás de las chozas donde estaban los controles y de donde no paraban de oírse las ráfagas de las ejecuciones", añade la joven.
Los controles continuaron en el camino hacia la siguiente meta, Kakata, a unos 40 kilómetros de distancia, a pesar de que ahora se hallaban escoltados por un coche de rebeldes. En cada parada, los guerrilleros comunicaban con Taylor para comprobar la autorización de salida del convoy. Además supervisaban los bajos de los coches en busca de posibles enemigos camuflados. Los integrantes de color de la comitiva eran objeto de sospechas e intentos de secuestro, aunque fueran extranjeros.
Tras toda una noche de marcha por la carretera que atraviesa la selva, bajo una lluvia torrencial, el convoy llegó al puerto de Buchanan en la madrugada del domingo.
Últimas tensiones
Antes de subir a los helicópteros de transporte norteamericanos, tras haber sido obligados a entregar sus vehículos a los rebeldes, se produjo de nuevo un momento de tensión. Los guerrilleros se negaban a permitir el paso a donde se posaban los helicópteros de carga norteamericanos a los liberianos de doble nacionalidad. Los combatientes por la libertad, como gustan de llamarse, alegaban las consignas dadas por Taylor, quien en varias ocasiones ha tronado que, allí donde esté a su alcance, no se permitirá la salida del país a ningún liberiano.Un rebelde con los ojos inyectados de sangre arrancó de los brazos del padre de nacionalidad holandesa, que viajaba con su esposa liberiana, el bebé delatado por su color chocolate. Manuel de Luna, sin ser perdido de vista por los tres geo que desde hacía tres meses se habían instalado en la residencia española, sacó fuerzas de flaqueza. "¡O todos o nadie!", dijo. Poco después, el robusto y barbudo holandés jugueteaba con deleite, a salvo en el buque norteamericano Saypan, con su rollizo retoño a la espera de ser trasladado al día siguiente, a Freetown. Una vez en la capital de Sierra Leona, todavía les esperaban dos horas de viaje en coche y una hora de travesía en transbordador hasta llegar al aeropuerto de Freetown situado en la isla de Lungui. En un Hércules de la Fuerza Aérea española, tras doce horas de vuelo con escala en Gando, Las Palmas, 48 horas después de su llegada a Freetown, concluía en Madrid la odisea de los evacuados.
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