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El imperio, nunca más

Ahora que estamos viviendo uno de los últimos actos de su historia parece adecuado hacer balance del que ha sido probablemente el mejor de los imperios posibles en esta segunda parte del siglo XX. Se trata del inevitable declive del imperio norteamericano, hoy más evidente que nunca, precisamente en la hora de su proclamado triunfo sobre el antiguo imperio del mal, hasta hace poco conocido también como Unión Soviética.No ha habido, por supuesto, un equivalente del Rocroy que en 1643, según añejos manuales de historia, puso fin a la hegemonía española sobre un todavía manejable mundo occidental, ni la sucesión de derrotas que a comienzos del siglo XVIII llevaron al Rey Sol a renunciar a una imposible hegemonía sobre Europa, y ni tan siquiera el ordenado y melancólico repliegue al este de Suez que defuncionó a Gran Bretaña como potencia de varios mundos y todos sus océanos. Estados Unidos no se extingue, sino que simplemente nos permite descubrir su estatura real, desmesurada a favor de unas contingencias, como hemos visto, apenas pasajeras.

Ahora que Alemania vuelve a estar donde solía, que Japón ya sabe que ha ganado la paz de la guerra que perdió hace 50 años, que Europa, aunque con ásperas dificultades, parece que se aproxima a su mayoría de edad, y que la Unión Soviética se revela sólo como una enorme superchería nuclear, Estados Unidos aparece donde le corresponde: aún primera potencia, pero, como decía recientemente sir Ralf Dahrendorf, "no una categoría aparte en sí misma". No estamos, por ello, tanto ante el fin de la bipolaridad como ante la evidencia de que ésta no ha existido realmente más que en el convencimiento obsesivo de los demás.

Esa hegemonía norteamericana ha sido geográficamente la más extensa que el mundo ha conocido, aunque en lo formal no haya podido compararse a la máxima expansión territorial del Imperio Británico. Su verdadera radiación se ha producido, por el contrario, al amparo de una red de comunicaciones como no había existido anteriormente en el planeta, y sobre la base de la imposición de unos definidos modelos culturales. Ni la monarquía española del XVI, ni la Francia napoleónica ni el largo reinado de la emperatriz Victoria pudieron influir más que en unas decenas de millares de lectores educados de los territorios sometidos o rivales de su correría imperial. La imprenta y el telégrafo apenas en el último gran siglo británico fueron las solas armas con que contaron esas potencias para ser mundiales. En cambio, Estados Unidos ha sido imperio en la medida en que Gary Cooper, Humphrey Bogart y otros tantos han impuesto un estilo a imitar. Ésa es la gran superioridad de Washington sobre Moscú.

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El espejismo bipolar es si cabe aún más grotesco en el caso de los sucesores del zarismo. La Unión Soviética sólo ha dominado aquello que ha ocupado pesadamente con la bota militar. Peor aún, si Petersburgo hubiera sabido canalizar la insurrección burguesa de marzo de 1917, la derrota alemana en la primera guerra le habría abierto el mismo camino hacia la Europa oriental que la debilidad soviética sólo permitió aprovechar tras la segunda conflagración. Por ello, es más que probable que Lenin, con su golpe de mano de noviembre, demorara, en lugar de acelerar, el predominio ruso sobre aquella parte del mundo. Así, el protectorado sobre el espacio eslavo al oeste del Pripet puede verse como una continuación de la cabalgada antiotomana del zarismo, de 13 guerras contra Constantinopla en el plazo de dos siglos. La extensión del imperio ruso hacia el Oeste no fue, por tanto, la consecuencia de un nuevo poder mundial adquirido, como la electrificación, por el régimen marxista, sino una razonable continuidad en la historia de una gran potencia regional. Lo demás ha sido prestidigitación interesada, y donde más, en el propio Estados Unidos, que necesitaba un monopolio a pares para asentar mejor sobre dos patas su propio dominio universal.

Ese imperio norteamericano, pese a Vietnam, Allende, Guatemala, el apoyo a Franco, la teoría del containment que George Kennan vendió un día al presidente Truman, con todas las responsabilidades que entrañaría en el desencadenamiento de la guerra fría, ha sido un poder ambiguamente compasivo, que actuaba sobre el impulso de una ignorante generosidad y vivía intensamente la crítica de sí mismo. Ningún otro poder habría ido a luchar con menos motivo material a las junglas de Indochina, ni se habría retirado menos derrotado en lo militar, porque su propia opinión pública así se lo exigía en las universidades y ante el televisor de la sala de estar. Graham Greene lo encarnó mejor que nadie en el Pyle de The quiet american, irónicamente contemplado por el británico Fowler, extenuado cronista de un verdadero imperio cuya profesionalidad no dejaba lugar a la mala conciencia. Si a alguna aventura imperial se parece la de Estados Unidos, con su balancín de destrucción-contrición, es al español de las Leyes Nuevas, tan parejamente surtido de horrores y exterminios en medio de un gran debate frailuno sobre el sí o el no del alma indígena. El equivalente británico de todo ello es un sarcasmo llamado la carga del hombre blanco con Kipling de solista, o en el caso de París, el romántico pero insuficiente Nous les gaulois de los textos recitados por los escolares de la negritud tan lejos de las campiñas de Francia.

Washington ha enviado a sus soldados a combatir en dos guerras mundiales, y si por ello se vio al término de la segunda contienda convertido, casi en un rapto de distracción, en potencia hegemónica mundial, en el imaginario colectivo norteamericano su intervención se justificaba no por el afán de medro, sino en la defensa de unas ideas de mucho sentimiento. En todo este panorama, Vietnam es, sin duda, la gran dificultad; Indochina es allí donde la guerra química contra la naturaleza, el fuego del napalm desde los cielos y una desesperada lucha contra lo desconocido hacen más odiosa la actuación de ese gigante bueno que quiso ser el poder norteamericano; pero aun en ese caso Estados Unidos hizo una guerra sólo a medias convencido, negándose a sí mismo el recurso a la invasión del Norte, no digamos a la guerra nuclear localizada. Y si en aquellos momentos muchos afirmaban que la existencia de la Unión Soviética era lo único que impedía el apocalipsis megatónico, los acontecimientos del último año permiten dudar que Moscú estuviera realmente dispuesto a arriesgar una guerra general en defensa de su cliente vietnamita.

¿Era entonces un secreto tan bien guardado la debilidad congénita del mundo soviético? Es cierto que la CIA se equivocó un sinnúmero de veces en la sobrevaluación del potencial de su gran adversario, pero ello no despeja totalmente el convencimiento de que una buena parte del estrato dominante norteamericano necesitaba inventar la contrafigura diabólica de Moscú para justificar su imperialismo. Y ese mismo dato tampoco puede ser ocioso; el imperialismo norteamericano no ha tenido nunca la autonomía satisfecha del británico, del francés o también del español, que usaba la cruz como patente de corso, aunque esa misma cruz fuera la que le creara los mayores problemas.

Todo ello se resume probablemente en una peculiar esquizofrenia que da con una mano y quita con la otra; que atropella, pero contribuye generosamente a la reparación. El Plan Marshall de ayuda a Europa, tras la destrucción de 1945, respondía al interés norteamericano en la reconstitución de un gran mercado mundial, pero había que ser capaz de entender la generosidad de esa conveniencia para actuar como se hizo. En definitiva, la realpolitik norteamericana, tan brutal como cualquiera, abrigaba en sí misma su propia contradicción.

Sería gratuito extender una contabilidad de imperios beneficiosos o perjudiciales, porque toda hegemonía implica un sometimiento del prójimo que nunca puede considerarse positivo. Pero sí parece cierto que a ninguna superpotencia le pareció nunca tan moralmente dudoso serlo como a Estados Unidos, lo que ha dado lugar a una posibilidad de diálogo, y de utilización, si se quiere, de las debilidades de ese imperialismo, de la que jamás disfrutaron los sujetos de la dominación británica, francesa o española. Se dirá, sin duda, que era otra época; por supuesto, todas las épocas son otra, pero en el caso del imperio norteamericano, hoy, cuando sabemos que las cosas difícilmente volverán a ser las mismas, habrá que recordar al final de una era que en ella no todo siempre hubo de ser para peor.

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