Padres racionados
Como las bicicletas, los niños son para el verano. En las urbanizaciones de la periferia de Madrid los adultos son dueños del invierno, pueblan en esos largos meses el Club Social, organizan asambleas tumultuarias de copropietarios o sacan brillo al coche aparcado al borde de las aceras.Algunos trotan en chándal por los alrededores sin intuir en sus propios rostros sudorosos y congestionados los titubeos de la muerte.
Objetos de carga y descarga
Los niños, en cambio, parecen simples objetos de carga y descarga. Por la mañana se les carga en un autobús y por la tarde se les descarga de otro.
Y enseguida a casa para hacer o no hacer unos deberes suplementarios que hasta ahora no ha acertado a suprimir ningún plan de estudios.
Pero el verano instaura para los niños un régimen de libertad vigilada y en la urbanización se produce una metamorfosis sociológica, aparecen inopinadamente esas larvas humanas, inquietas y voraces, que posan con un cornete de vainilla en una mano, el manillar de una bicicleta en la otra, un cerco de chocolate en torno a los labios y unas gotas de cola resbalando por la barbilla.
Sobre el césped de la piscina empiezan a jugar una pachanguita futbolera unos chicos de 10 a 12 años. El socorrista sabe que entre sus obligaciones figura la de impedir que los niños molesten, pero los adultos duermen ahora la siesta y el partidillo continúa.
De vez en cuando la pelota de goma cae al agua y súbitamente se zambullen en ella los jugadores. Se chapotea un rato, se grita a todo pulmón, se disfruta de una felicidad fugaz y casi tang
Qué pronto se aprende, sin embargo, a considerar la felicidad, la alegría total e inexplicada, como un factor demasiado relativo de la existencia.
Una voz, una simple voz, un grito, un simple grito, puede convertir en un segundo el gozo en tristeza.
"¡Antoñitooo ... !". El pobre Antonio, 10 o 12 años, sale del agua, se envuelve en una toalla amarilla y se dirige con disciplinada humildad hacia su madre.
De la escena ha desaparecido el sonido por la distancia y sólo pueden observarse los gestos in necesariamente abruptos de la señora. Pobre Antoñito.
Siete suspensos
Este último curso escolar sacaron a Antoñito del colegio público en el que estaba por si en uno privado encontraba algún estímulo para el estudio. Pero hace unos días trajo a casa el muchacho un pleno en la quiniela de los suspensos. Siete suspensos justos.
El padre, que recibió la noticia en la terraza del Club Social, tomando unas cervezas a la caída de la tarde con un amigo, leyó las notas, se las devolvió despectivamente a Antonio, hizo un cálculo mental y concluyó con iracundia: "Me ha costado 35.000 pesetas cada suspenso. El ano que viene vuelves al colegio público y que te pague los suspensos Borrell. A mí no me tomas el pelo".
Familias como la de Antoñito no abundan, pero, desgraciadamente, tampoco escasean. Y en la transparencia veraniega de las urbanizaciones, cuando la gente vive prácticamente al aire libre, la contemplación de estas células humanas deprime.
Tensión pertinaz
El matrimonio padece un estado de tensión pertinaz por la simple proximidad de sus hijos. Éstos carecen, por otra parte, de la habilidad social necesaria para no imitar el ejemplo de los otros niños.
Y piden con desafortunada insistencia a sus padres lo que otros padres conceden sin aparente esfuerzo, a saber, cornetes, patatas fritas envasadas al vacío, refrescos de manzana, chupa chups, boquerones en vinagre, algo de atención y alguna muestra de cariño.
Don Armando, catedrático jubilado de Bioquímica, es hombre rousseauniano y agnostico, y alguna vez aventura que aunque los padres no deberían estar prohibidos, algunos, al menos, deberían estar rigurosamente racionados.
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