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Tribuna
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Sin personalidad

Después de mover arriba y abajo el cubilete quedaron en liza cuatro selecciones clásicas, las previstas, sin que ninguna, salvo quizá la alemana, estuviera a la altura de su historia. El fútbol del Italia 90, cuando no gris y pusilánime, resultó blandengue. Apenas un 15% de los partidos (Alemania-Holanda, Italia-Irlanda, Inglaterra-Camerún) comunicaron a la grada alguna vibración, o hicieron saltar al telespectador de la butaca. Los demás resultaron de muy bajo tono, un fútbol desapasionado, elemental, premioso, que siguió siéndolo (salvo en la semifinal Alemania-Inglaterra) en las prórrogas, cuando el encuentro, de no dar un vencedor, tendría necesariamente que dirimirse por penaltis. (¿Por qué, me pregunto, apelar a fórmula tan arbitraria y caprichosa cuando de lo que se trata en estos campeonatos es de concentrar emociones, vivir intensamente la gran fiesta del fútbol? Yo recuerdo que ningún Mundial ha logrado resucitar en mí la conmoción vivida en 1934, cuando a través de un gótico receptor de radio, que emitía más ruidos y silbidos que palabras, seguí la gran gesta española del Italia 34, el mundial mussoliniano. ¿Por qué no volver a aquellos partidos de desempate, sin tiempo para descansar, al día siguiente, con los efectivos diezmados por el cansancio y las lesiones, o con los suplentes, en los que la tensión futbolística alcanzaba unos límites que ahora tratamos de buscar en vano mediante otras fórmulas?).Quedó campeona, con más dificultades de las previstas, la selección alemana. Un triunfo cantado, en particular desde que Italia, una Italia sin fervor, contagiada del enervamiento napolitano, fue eliminada por una Argentina muy afortunada, muy lejos de aquel equipo triunfador en Buenos Aires (1978) y México (1986) del que sólo quedan algunos atisbos de Maradona y su buena colocación en el campo. Argentina no fue lo que era, llegó más arriba de lo que merecía, y otro tanto cabría decir de Inglaterra (salvo en la semifinal) e Irlanda.

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Otros, en cambio, pagaron el pato y se asustaron antes de entrar en calor y poder demostrar de lo que eran capaces: URSS, Suecia, Bélgica, Holanda, Brasil, tal vez España. El azar no acertó en esta ocasión. Del bombo salieron combinaciones que en la práctica resultaron desacertadas y no dieron en la pradera el juego que cabía esperar de ellas.

El bajo tono de este Mundial tan esperado confirma que el dinero que hoy gira alrededor de este deporte enriquece a los futbolistas pero empobrece al fútbol. Cuando los futbolistas se convierten en administradores (del cero-cero inicial, de sus tobillos, de sus cuentas corrientes, de lo que sea), el fútbol se hace burocrático, insoportablemente conservador, repetitivo y enfadoso. Tan sólo alguna selección representante de algún país exótico, como la de Camerún, aportó al trofeo un hálito de frescura, algo diferente del viejo y revenido automatismo. Camerún fue al Italia 90 algo así como el chino Michael Chang al Roland Garros 89: una gracia inédita, la última sorpresa de lo exótico. No diré que fuese un descubrimiento, porque ya en 1982 había empatado con el mismísimo campeón, pero sí ha sido un animador, un equipo que saltaba a la pradera a jugar, a divertirse y, de paso, a divertirnos a nosotros, los espectadores. Hace ocho años la selección de Camerún demostró ser un brasilito: un equipo lento cuando hay que serlo, cadencioso, de fútbol de pase corto, acompasado, rítmico, de amplios despliegues seguidos de cerrados repliegues casi casi instantáneos, con un sentido de anticipación imaginativo y vivaz. Eso era Camerún en 1982. En 1990 ha demostrado que ya es algo más que un brasilito, que ha crecido, que es capaz de crear jugadores míticos como el viejo Milla, de tutear -y vencer- a los poderosos. Es el primer equipo africano que se las tiene tiesas con los tradicionales campeones, la demostración palpable de que el día que el continente negro se entregue al fútbol con la fruición con que lo hacen Europa y Suramérica tendremos tal vez que despedirnos de nuestra supremacía. Porque, al margen de habilidades circunstanciales, de técnicas mejor o peor asimiladas, una cosa hay incontestable: el sentido del ritmo y la resistencia física del africano no podrá alcanzarlos ya el europeo por mucho que se esfuerce. El europeo está pasado de fecha.

En lo atañedero a España ocurrió lo que suele ocurrir en estos campeonatos oficiales. Fue apeada a las primeras de cambio, aunque yo no creo que España cayera mucho antes de lo que hubiese debido caer. Si nos fiarnos de las clasificaciones en otras copas del mundo, comprobaremos que nuestra posición oscila en torno al décimo lugar, puesto abajo, puesto arriba. No sólo no llegamos a campeones, sino que ni siquiera optamos a ello; no jugamos nunca las últimas eliminatorias. Más que falta de juego, España padece una fragilidad de base: nervios frágiles, frágil condición física, frágil moral. Después del partido de entrenamiento con Yugoslavia días antes de ir a Italia (que España ganó sin merecerlo) leí en los papeles que nuestras selección había jugado baja de ritmo y velocidad. A mi entender, ni alta ni baja: no jugó. Y siguió sin jugar en el encuentro inicial contra Uruguay, donde apareció una selección atenazada por los nervios, asustada de sí misma. Tengo para mí que España abusa de las concentraciones. La concentración precampeonato es demasiado larga y estrecha, se habla con exceso del rival de turno, se abusa de las pizarras, de los vídeos, de la posición que cada cual debe adoptar en el campo... Esto, que puede resultar útil para jugadores fríos y asentados, es malo para jugadores nerviosos, máxime cuando su entrenador y seleccionador es aún más nervioso que ellos (hay que recordar los gestos y ademanes de Luis Suárez en la banda durante los partidos de la selección). Dos docenas de personas sensitivas encerradas juntas durante un mes y medio antes que palabras intercambian temores, se contagian inquietudes, se enervan mutuamente, y saltan al césped no ya "motivados", como se dice ahora, sino pasados de "motivación", con la cabeza caliente y las piernas flácidas, desobedientes, absolutamente incapaces. Y lo grave es que este envaramiento (también lo vimos en el Mundial 82) no desaparece con el primer partido. Contra Corea y Bélgica, España Jugó un poco más, pero sólo a ratos, en contados minutos. La fragilidad era ahora más bien física y moral que propiamente nerviosa, pero nuestra selección seguía siendo frágil. Y frente a Yugoslavia, nuestro ejecutor, no diré que España jugara mal, al menos se esforzó, dominó, acorraló en ocasiones a su rival, creó oportunidades de gol, incluso podríamos hablar de mala suerte, pero le faltó lo esencial, saber esperar y ese punto de intuición, de fantasía, que demostró Stojkovic, engañando a 22 jugadores y 200 millones de espectadores, recortando a Martín Vázquez -en vez de empalmar de volea, como esperábamos todos- antes de empujar la pelota a la red. Creatividad, imaginación, invención, llámese corno quiera. Eso falló. Nuestra selección batalló pero dentro del cliché rutinario que hoy dominan hasta los niños. Así es difícil meter goles. Para conseguir goles en un Mundial es preciso hacer cosas distintas.

En resumen, España sigue estando donde estaba. A lo largo de medio siglo, como grupo y en comparación con otros grupos, no ha progresado. Sigue sin codearse con los grandes. Cae en la liguilla previa, los octavos o, a lo sumo, en los cuartos de final. Pero esto, en definitiva, es secundario; lo grave es que no deja huella, no asombra, carece de personalidad futbolística. Antaño, con los Zamora, Lángara, Iraragorri, Quincoces y hasta Zarra se acuñó un término definidor: la furia española era el equivalente del reinado de la montaña en ciclismo. En fútbol éramos furiosos, y en ciclismo, reyes. En cualquier caso, distintos a los demás, más luchadores. Nos iba la improvisación. Éramos más rápidos, más vivos, más astutos que los otros. Las tácticas, las pizarras, los vídeos no van con nuestro temperamento, nos han agarrotado. Han empalidecido el uniforme rojo, han frenado las cabezas de humo y de miedo los corazones. Nuestros representantes no se atreven a moverse en el campo por miedo de romper las tácticas. Hemos enajenado la furia, pero no hemos sabido sustituirla por otra cosa. España, en fútbol, está donde estaba, ni más arriba ni más abajo, pero desgraciadamente ha perdido su personalidad.

Miguel Delibes es escritor.

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