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Ribera izquierda, ribera derecha

Travestidos y quioscos de copas se reparten las aceras del paseo de Camoens

El paseo de Camoens, entre Rosales y el parque del Oeste, junta en las noches de verano dos extremos de la vida. Por una de sus riberas deambula una prostitución dura, de travestidos que se exhiben en la luz borrosa de las aceras y se refugian para sus contactos en la oscuridad del bosque. En la ribera opuesta, tenderetes de copas para la gente guapa, servidos por camareros informales con impedimenta de boutique fina.

Las dos riberas se miran y conviven en paz, aceptando a su contrario con ese aire tranquilo que los más viajados acreditan a algunas barriadas neoyorquinas o berlinesas o romanas. Pero en Madrid es bastante nuevo. Hasta ahora esa clase de prostitución se escondía en los callejones altos del Paseo de la Habana, en los recodos de la Castellana y transitoriamente en las vías tradicionales del centro. El mundo bien, por supuesto, tenía sus lugares escogidos y esparcidos por toda la ciudad. Donde siempre. Han sido hasta ahora dos formas de normalidad separada. Pero el paseo de Camoens las ha unido.Bajando desde la calle del Marqués de Urquijo, el paseante distraído puede optar por la ribera derecha o por la izquierda. A la derecha le esperan unas mujeres aparentes y fornidas, salteándose entre los coches aparcados, mostrando unos pechos descomunales que, precisamente por eso, ofrecen el primer indicio de duda. Pero con duda o sin ella, esos pechos descubiertos parecen atraer al mismo tiempo todos los puntos de luz de ese lado y la mirada intensa de los que van llegando.

En la oscuridad

Vestidos de una pieza muy ajustados, escotes blanquísimos, cabelleras rojizas o de colores indecisos de la noche, se agitan mientras los solitarios o los despistados pasan. Voces broncas, profundas o sencillamente masculinas, le susurran algunas excursiones al placer y a la oscuridad boscosa que rodea el paseo de Camoens en cualquiera de sus orillas. Esto, si uno va a pie. Si llega en coche, los profesionales se acercan a la ventanilla, hacen un par de preguntas breves y luego, se introducen en el habitáculo. El habitáculo puede irse o quedarse. Cuando se va, lo hace generalmente en dirección a la Casa de Campo, cuyas frondas suelen estar densamente pobladas a partir de ciertas horas. Cuando se queda, se ve al conductor rígidamente mirando al frente mientras el visitante parece haberse escondido en algún piso bajo del automóvil.Todo eso sucede con luz y a la vista también de la otra vereda, donde la gente toma sus combinados traslúcidos echando vistazos por el rabillo. Muy raramente, algún profesional cruza la frontera de asfalto y se introduce con su cliente en los vericuetos propios de los tenderetes. Muy raramente.

Ese tránsito no está pactado, como tampoco lo está llevarse el combinado traslúcido a donde se encuentran los que ofrecen su cuerpo. Si eso sucede, entonces llega a escucharse alguna voz más alta que otra y en los casos muy extremos puede aparecer un bate de béisbol tras el refugio de un árbol. Está pactada la mirada tranquila, comprensiva y distanciada. Pero no está permitida, como es lógico, la mirada turbia o intrusa. La auténtica diferencia entre los dos lados es que los que reposan bajo las carpas blancas o se acodan en alguna de las barras, no se sienten observados más que por los que están cerca.

Uno de los tinglados de copas destaca sobre el otro. Son dos los que hay en el Paseo. El destacado tiene unas techumbres de moderno material blanco, una barra principal y otra tipo chiringuito. El que no destaca está más en las sombras, refulge más pobremente y cae hacia donde el Paseo se confunde con las sombras del parque del Oeste. No está mal ni bien, pero carece de ese aire explícito Choose me que ostenta el otro.

La barra pequeña, en un extremo de las techumbres que a medida que pasa la noche se parecen más a un campamento de Genghis Kan, tiene la atmósfera exacta de esa ribera. Dos camareras con cierto conocimiento de su propia belleza atienden con rapidez al grueso de los clientes y departen tranquilamente con amigos que se acercan a las esquinas. Llevan cinturones armados, blusas leves y tejanos de la última generación. Pueden ser chicas de familia haciendo un trabajo extra o chicas de suburbio que las imitan con rigor. En todo caso, manejan bien y al mismo tiempo la frialdad y la sonrisa.

A partir de las doce, la acera de los tenderetes se convierte en un desfile de modelos, igual que en las terrazas de Recoletos. Arriba y abajo, sin detenerse, en un camino limitado de ida y vuelta que mira por igual a la parroquia bebedora y a la penumbra de los travestidos. En la frontera del deseo, que es el punto donde las dos riberas se juntan.

Un novio despechado y abandonado, paga rápidamente la consumición y atraviesa el Paseo. Esto sucede de vez en cuando. Y, si el caminante distraído se para a pensar, es lógico.

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