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Todos los negros tomamos café

Un trabajador guineano entró en un bar de una localidad almeriense con la intención de tomarse un refresco, y lo que le metieron en el cuerpo fue, según la agencia de prensa, una "brutal paliza". La paliza se la propinaron dos ciudadanos españoles, uno de ellos con síntomas de embriaguez -es decir, públicamente drogado con una droga que se llama alcohol-. El relato parece extraído del manual del racista: cuenta que mientras el guineano yacía inconsciente en el suelo tras recibir un silletazo en la cabeza, las personas presentes en el bar aplaudían la agresión; una de ellas exclamó: "Dale más, a ver si cambia de color"; así que le siguieron dando por ver si cambiaba; y lo hubiera hecho, al menos del negro al rojo, si uno de los agresores no le dice al otro: "Déjalo ya, que se puede morir y éste no ha hecho nada malo".La abyección, como el alma humana, no conoce fondo. Imagino la escena anterior y sólo con cambiar el recinto de esparcimiento nacional -el bar- por una habitación subterránea y el final feliz -no murió- por una fosa común, puedo dar pie a una escena que argentinos, uruguayos o chilenos reconocerían fácilmente. Hay algo en todo corro sobre un caído al que se golpea que sobrepasa las lindes de la cobardía para adentrarse en el territorio de la abyección. Hoy es un bar; mañana puede ser un callejón; pasado un sótano; estos saltos que propongo y que el lector español ha de considerar exagerados alimentan la histeria de los hombres con empecinada continuidad. El camino de la abyección es regular y graduado, pero implacable.

Tengo en la memoria un día del verano de 1965, en la Gare d'Austerlitz: allí tropezaban tres españoles, tres inconfundibles mano-de-obra-barata del Tercer Mundo pugnando por orientarse en un lugar hostil, intentando hacer un trasbordo incomprensible, maltratados y despreciados, protegiendo su rústico equipaje, avanzando y retrocediendo desoladoramente perdidos, camino de una supervivencia desesperada. Tengo también en la memoria la sensación de vergüenza propia y la emoción del reconocimiento, la pequeña ayuda... Cada uno de los tres era un muerto de hambre que acudía, llamado por algún vecino o un pariente, a buscarse la vida que en España no podía encontrar. Quizá uno de ellos fuera almeriense; quizá lo fueran los tres; o fueran extremeños, o castellanos, qué más da. Eran los tiempos en los que todos los negros tomábamos café. Hoy eso se ha acabado y estamos en el club de los países ricos, pero entonces mandaron allí a un millón de españoles como si fueran ganado debido al hambre de aquí.

Dicen que la memoria es flaca cuando la tripa está llena. No conviene olvidar que la memoria es selectiva, y que es selectiva porque es implacable y uno tiene que defenderse de lo implacable. La memoria no tiene miedo, pero el hombre sí llega a temerla, especialmente en los tiempos de bienestar. En esos tiempos suele utilizar una frase clave para exorcizarla: "Pues si ahora que estamos a gusto nos vamos a acordar de las cosas que nos amargan la vida...". La memoria no es valiente ni cobarde, el hombre sí. Entonces, cuando hay que olvidar al africano o al desgraciado que fuimos y que aviva los malos recuerdos hay dos maneras de quitárselos de en medio: o no verlos o apalearlos para que no olviden quiénes son y se larguen. En todos estos actos hay mucho más de miedo que de engallamiento; pero es que un xenófobo es un hombre que tiene miedo, mucho miedo, tanto miedo que llega a perder la cabeza cuando no sabe soportarlo.

Siempre se ha venido diciendo eso de que España no es un país racista porque nadie le dio una oportunidad. Desde luego, con la formidable historia de intolerancia que tenemos a nuestras espaldas nada parece desdecir esa gracejería; pero no creo que ahora pueda hablarse de racismo o xenofobia como de una ola que nos invade. Ciertamente, observamos hechos aislados, y las palizas, las deportaciones o -lo que es mucho más corriente por ahora- los comentarlos despectivos, aún no dan para formar un movimiento de corte kukluxkaniano o neonazi. Pero no me parece inconveniente señalar que el desdén al extranjero es siempre hacia el pobre, el que carece de recursos. Porque no nos engañemos: aquí aparece un negrazo forrado o un latino cargado de billetes procedentes del narcotráfico, y no es que nadie les dé palizas en los bares, es que se les acoge -socialmente- sin el menor problema. El poderoso caballero del que habla Francisco de Quevedo hace selectivos hasta a los más dogmáticos e intolerantes.

Lo que resulta asequible es la sospecha de que este país, cruel para las ideas y hospitalario para las necesidades, está empezando a virar en indiferente a las ideas y exigente con los perdedores. Y quizá lo esté haciendo porque el espacio existente entre los dogmas y la hambruna está siendo ocupado por las clases emergentes del mundo moderno. Nuestra tradicional imagen de oscuridad sanguínea, de corrusco y tricornio, de cuesco y penuria -que con tanta oportunidad ha venido a recordar la Academia Sueca el pasado año- está siendo sustituida por un culto al dinero moderno; que es extraordinariamente moderno, como todo el mundo sabe, porque otorga sus favores a quien lo consigue, independientemente de sus ideas, colores o procedencias. Y del torero como ídolo hemos pasado al empresario como estrella. Ahí es nada este país cuando se pone en marcha.

Como es de razón, nada está más alejado de mi mente que la idea de habitar en la España del torero y el mendrugo; es más, he peleado contra todo eso. Pero no deja de hacerme gracia ver cómo todo el que se quita -o pretende haberse quitado- el pelo de la dehesa, olvida también la dehesa como olvida la historia, y como se olvida de sí mismo. Y yo me pregunto: ¿quién, de entre tanto caballo ganador, va a atreverse a ver en los ojos nublados de miedo de un guineano, venido aquí a matar el hambre, el recuerdo de su propia mirada y de la mirada de sus padres? Pues lo mismo un día de juerga le entran las ganas de apalear al negro "que no ha hecho nada malo" y tiene al lado un amigo que le advierte que no se pase, que lo mismo lo puede matar. En fin, cosas de un día; la España moderna y olé.

Lo malo es que se va cogiendo el tranquillo a estas prácticas del bienestar y un día, cuando el malestar sucede al bienestar y ya no son uno ni dos, sino la colectividad la que busca un chivo expiatorio para saltar del miedo a la ceguera, los comportamientos xenófobos se multiplican con toda rapidez, y donde había uno surgen cientos, como los miedos. Hoy a esto no se le da importancia. Sólo se la dan, de momento, este negro y otros -sea cual sea su color- que anden en las mismas que él; y aquella gente que ante la noticia de la agencia de prensa haya sido capaz de perder unos minutos en imaginar lo que pasó por la mente y el cuerpo de ese ser humano que entró a tomarse un refresco en un bar de una localidad de Almería.

José María Guelbenzu es escritor.

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