Caducidad
Se aficionó al yogur líquido para combatir la sequedad de garganta producida por el calor y las pastillas anticatarrales. La concentración de pólenes y de miserias cotidianas había convertido su cabeza en un recipiente de humores espesos que fluían sin pausa por la nariz. Además de eso, estaba aquejado de una melancolía vaga y persistente que sólo hallaba reposo en el sueño. Entonces, descubrió el yogur líquido. Se despertaba a las tres de la madrugada, llegaba a tientas hasta la cocina y bebía con avaricia el espeso líquido con sabor a limón. Luego, gastaba medio rollo de papel higienico en un desesperado intento por aliviar el atasco nasal y regresaba a la cama con lágrimas en los ojos. Había leído en algún sitio que la melancolía reducía las defensas del cuerpo, convirtiéndolo en un terreno propicio para la proliferación de toda clase de infecciones. ¿Qué vendría tras el catarro nasal? ¿Una bronquitis? ¿Una inflamación de las amígdalas? ¿Algo peor? ¿Algo definitivo? Quizá algo definitivo no fuera peor que este miedo primaveral cuyos efectos se concentraban en el vientre haciéndole ver la realidad como una amenaza perpetua.En esto, una noche, al contemplar su provisión de yogures, ordenados con la meticulosidad con la que un escritor ordenaría sus lápices o un alcohólico sus botellas, reparó en la fecha de caducidad. Los acababa de comprar y no perderían su validez hasta después de 15 días. Quince días. ¿Viviría él para verlo? En el plazo de dos semanas un hombre puede volverse loco, puede arruinarse, puede ser abandonado, puede sufrir un accidente. El destino podría desgarrar su existencia en 15 días, mientras que un yogur tenía asegurado ese plazo de validez. Se sentó frente a la nevera dispuesto a pasar allí las dos semanas. A ver quién aguantaba más, si los yogures o él. No advirtió, cegado por los mocos, que su cerebro había caducado con el ataque de melancolía.
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