El curso
De acuerdo con los cálculos astronómicos al uso, hoy empieza ese tiempo fofo y legañoso, vertedero de esperanzas y pasarela de los cuerpos, al que los publicitarios llaman verano. De ahora en adelante ya está permitido comentar el calor en los ascensores y lamentar la lluvia que no llega. Es ese tiempo que huele a asfalto mantecoso y a sombra de siesta al aire libre, cuando la soledad se disuelve en las caricias de las moscas y no hay mejor despertador que el de los pies dormidos al contacto glacial con las baldosas.Para llegar hasta esa sensación profunda del verano hay gente que incluso se examina. Existe un estado de examen en las pupilas atolondradas por datos empachados. Dentro de unos años el examen final será un anacronismo académico como hoy es la regleta en los dedos, y nos reiremos de esa bonoloto del saber que pretende hacer de la cultura una destilación de calificaciones. Para saber hay que olvidar y recordar. Y en las escuelas sólo se enseña a recordar aquello que siempre corre el riesgo de escaparse, pero no lo que ya escapó de los libros para perseguir los talones de las cosas. Sólo cuando lo aprendido se junta con la vida surge la conciencia de lo sabido. Enseñar es cosa de frío y entretiempo, pero aprender sólo se consigue en verano.
Hoy empiezan a intuirse bajo las gafas juveniles esas miradas temerosas ante el vacío de los días. Acostumbrados durante todo el curso a recibir la vida a domicilio, ahora resulta que en verano hay que ir a por ella al supermercado. En estos días empiezan a verse en los restaurantes mesas de veinte y treinta amigos del alma poniendo rótulos a las escenas finales de su película del curso. Son rostros con vocación de foto amarillenta. A la puerta aguarda el verano, ese gran escultor del conocimiento. Y entre los brindis, los amigos del alma aprenden poco a poco a desconocerse. Sin duda la acción más dolorosa de aprender.
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